El lunes por la mañana, Jorgito llegó a la oficina con
unas ojeras dignas de una película de zombies. No se trataba solamente de
agotamiento por la trasnochada. Su encuentro con aquella mujer en el pub lo
había llevado a la comprensión de que algunos sucesos en el mundo acontecían
por causas algo más subterráneas y su aproximación a un secreto cósmico que él
intuyó como tal desde un principio, terminó de transformarlo. Solía tener
percepciones inusuales acerca de la gente, tan certeras como inconvenientes,
porque ser más lúcido que otros puede derivar, a veces, en muy mal negocio. Sin
embargo en la noche del domingo la situación se había disparado hacia zonas no
cartografiadas por su natural habilidad, mares más allá de la misma turbulencia
que se lo llevaron puesto. Porque se había acercado como una polilla ignorante
del peligro a incandescencias para las cuales no estaba preparado. ¡Ah, la curiosidad!… siempre matando gatos
sin que se le sustancie condena.
Haciendo memoria, el chico recordaba haberla visto por
primera vez en la peatonal mientras hacía música “a la gorra” con su Les Paul:
ella se había detenido a escucharlo. Pero ése no había sido el primero de sus
encuentros, rememoró. Esta mujer se había hecho presente en varios de sus
sueños, espaciadamente, como una recurrente película muda en la que se
escondían pistas esquivas. Y fue ese domingo cuando unió las piezas.
No se trataba de una hembra de belleza descomunal pero,
claramente, exudaba atracción hipnótica, un misterio de tipo adictivo. Su
apariencia anclaba definitivamente en estéticas pretéritas, horizontes que
campeaban por patrias borrosas, existentes vaya a saberse dónde y en qué
tiempos.
Cuando la encontró por segunda vez en el local donde le
dejaban zapar, supo que no se trataba de casualidad. En una mesa lejana, en la
semi-penumbra, ella se singularizaba con sus pelos irregulares y azules
cubriéndole gran parte del rostro, los anteojos redondos a lo Lennon, su
vestimenta de heroína metalera de Final
Fantasy, en síntesis, un look de
imposibilidad de historieta hecho cuerpo presente en el salón. Por eso creyó
entrever que ella lo estaba buscando y sintió un dejo de aprensión y regocijo
contradictorios. Aunque no dejaba de resultar gratificante que al menos alguien
se interesaba por él en esa noche de desconsuelo en la que trataba de olvidar
cómo lo había pateado ignominiosamente su novia. Le habían roto el corazón
hacía poco y no podía juntar los pedazos estallados por la ciudad. Cualquier
compañía, cualquiera, sería un bálsamo para esa sensación de manoseo de la que
no podía desprenderse.
Pero apenas tomó esa noche el instrumento sintió un
calor inusual en el pecho, una brasa hundiéndosele candente en el corazón e
instintivamente apretujó con una mano ese trocito de remera hirviente, como si
eso calmara el escozor. Y tras ello, miró a la extraña como pidiendo excusas
por esta desprolijidad de comienzo de show. Ella, no movió ni una pestaña,
permaneciendo en actitud de público exigente, atenta, sin revelar ninguna clase
de empatía. Y esta indiferencia lo acicateó, decidiéndolo a impresionarla y a
sobrepasar ese breve malestar que luego finalmente se desvaneció.
Como era la única respetuosa - el resto de los
parroquianos hacían cualquier cosa menos prestarle atención -, tocaría
exclusivamente para ella, se prometió. Pese a la clara diferencia de edad le
estimulaba que una mujer de tal peculiaridad viniese a su encuentro en esa
noche desencantada. Esa madrugada necesitaba una amante, una amiga o una
confidente. Y se propuso trabajar en eso.
Al segundo tema que emprendió, escuchó flotando en el
aire una segunda guitarra acompañándolo por unos breves minutos. Su guitarra…
había hablado con otra y, sin embargo, no era posible porque no divisaba ningún
otro instrumento en la sala. Pero sí, sucedía. Entonces lanzó un riff
distorsionado de su propia cosecha para constatar si quien estaba tocando tenía
la posibilidad de seguirlo. La otra viola
respondió solvente, incluso superándolo.
Miró a su alrededor y nadie parecía percatarse de nada.
Miró a la mujer y descubrió una luz rojiza pulsando en el medio de su tórax y
un halo evanescente y multicolor evaporándose de ella, coincidente con cada
acorde de esa otra guitarra misteriosa. La música salía de ese corazón
extraordinario y vocalizante y nadie parecía percibir este hecho anormal salvo
él, quizás por ser desde la infancia, cuasi autista y sinestésico, condición
que le permitía ver color en un sonido y viceversa. A decir verdad, tardó años
en sobrellevar esa avalancha sensorial porque era como si desde niño alguien lo
hubiese abandonado en un local de jueguitos electrónicos lleno de plugs,
bocinas, pitidos y sirenas, en medio de luces de neón constantes y diversas, un
caos que le llevó mucho tiempo aprender a soportar.
Consciente entonces de que nadie constataría este juego
a dúo se liberó de toda convención y comenzó a tirar rasguños, bucles, vuelcos,
haciendo llorar a su Gibson por todas las miserias del mundo, preso de una
competencia con ese otro instrumento anormal que estaba ahí nomás, a metros,
provocándolo. Imaginó, entonces, los
sonidos de comarcas imposibles inmersas en guerras de fin de mundo. Compuso
temas para sus ejércitos de fronteras y con su Les Paul ganó todas las batallas
de un planeta sediento de belleza tras el infierno que él mismo había desatado.
Concibió leyendas y las llevó a sus manos y ellas, obedientes, a su guitarra,
poseído por la ternura y la furia en dosis parejas. Tocó una hora (jamás lo
hacía por tanto tiempo, máxime que la recaudación, también “a la gorra”, solía
ser misérrima). Y cuando terminó y bajó de su trance, se dio cuenta de que la
gente del pub había quedado extática, arrojada involuntariamente a otra
dimensión. Y que el dueño del local estrenaba cara de pocos amigos: el pibe le
había arruinado, con tanta densidad, una noche de superficialidades más
redituables. Como un nene pillado en falta, largó la viola disimuladamente y se
fue derecho a la mesa de su musa, destruido por el esfuerzo pero muy satisfecho
de sí.
-
Quién sos - preguntó, mientras se sentaba
sin invitación.
No era una
interrogación propiamente dicha sino un cierto tipo de afirmación, una sospecha
y fue enunciada en clave de arrogancia, como lo haría un jugador increpando a
su contendiente. Conocía de sobra que algunas cosas inexplicables así deben
quedar pero decidió que ésta no era una de ellas.
La mujer deslizó un
poco sus lentes para verlo y, sonriendo, sacó de su largo saco de cuero hasta
los pies, un anotador y una finísima lapicera que brillaba con destellos de
joya carísima. Entonces escribió algo y dio vuelta el block hasta ponerlo
contra el pecho del chico que leyó una única frase en el papel:
“¿Realmente estás dispuesto a saber quién soy?”
Por breves segundos
el muchacho le estudió el rostro, intrigado. Facciones de estampa, simetrías
perfectas escondidas tras un revoltijo de pelo estudiadamente desordenado. Y
una cierta ferocidad encubierta tras esa expresión de suficiencia. Alarmado,
comprendió que no lograba reprimir una vocación de proximidad autómata hacia
esa boca silente y sensual, probable encarnación de una trampa mortal. Y por
sentirse sorpresivamente incómodo ante su propia vulnerabilidad, se repuso y atacó el nudo de su preocupación.
-
¿Solo yo puedo percibirte?
La mujer hizo un
paneo rápido por todos los presentes y volvió a mirarlo, divertida. Unos
pequeños y apenas visibles pliegues que denotaban sabiduría enmarcaron aquellos
ojos que él no olvidaría jamás. Su mirada era profunda, atemporal, una mirada
que remitía a mucho y a nada a la vez. Sin saber cómo ni por qué, se le
cruzaron imágenes de tiempos de combates y cruzados. Y la verdad es que esos
ojos habrían podido expresarse por sí solos prescindiendo de toda materialidad
intermediaria, tan intensos eran. Pero
ella apelaba una y otra vez a lo escrito, plasmando lo que él ya adivinaba.
“Sólo puede oírme quien yo elija”, leyó el chico.
De paria social a elegido. No era mala transición, pensó. Así que continuó con su indagación algo más
sosegado, entregado sin reservas a un territorio inverosímil que le era
conocido desde la niñez.
-
¿Y por qué elegiste tocar conmigo? –
preguntó, sospechando de su propia cordura por estar naturalizando algo tan
irregular.
“No, no enloqueciste, tranquilizáte.
Simplemente sos infinitamente más sensible que los demás. Yo apunto a ese tipo
de gente”, escribió la mujer en ese block frenético que iba en un
sentido y otro de la mesa, sin respiro, ya que ella garabateaba con una rapidez
que denotaba mucha práctica en esa forma de comunicar.
El pibe se levantó de un salto. ¿Ella leía sus
pensamientos? Pero luego volvió a sentarse, estaba demasiado interesado en
llegar al final del asunto.
-
También leés mi mente – le dijo.
“Para nada, como vos, soy intuitiva.
Sencillamente encuentro tus ideas a mitad de camino y las recojo, no hay magia
en eso”, escribió.
-
No podés hablar, evidentemente, pero tu
cuerpo exhala música, tu cuerpo puede imitar los sonidos de una guitarra.
Ella hizo un leve
gesto de desagrado y transcribió una contundente respuesta:
“Yo jamás imito”.
E inmediatamente su
corazón soltó una serie de acordes
experimentales que deslumbraron al chico. Porque eran la fase siguiente – aún
no transcripta en pentagrama siquiera – de un tema que él mismo apenas
comenzaba a esbozar en su cerebro. El chico recordó cuántas veces la había
soñado y dudó, avergonzado, de su últimas inspiraciones musicales ¿Quién
diablos era esta mujer?
-
¿No vas a decirme tu nombre? – insistió
nuevamente, inquieto.
“Me llamo como vos quieras nombrarme, así ha sido siempre”, se leyó en
el papel.
-
Mirá, como te llames o te llamen – le dijo
ya impaciente - la verdad es que fue
interesante seguirte el tren pero no dispongo de tiempo ni de ganas para
perderme en ambigüedades y ahora realmente tengo que irme porque me están
esperando – terminó, con cierto fastidio, porque la noche avanzaba y su deseo
de compañía chocaba con esta mecánica de acertijos en papel.
“Nadie te espera y ambos lo sabemos”, le
descerrajó la veloz escriba.
Cartón lleno. El muchacho se levantó, tomó sus cosas y ya
estaba a mitad de la calle cuando escuchó tras de sí un tema de Hendrix tan
bien ejecutado que erizaba los pelos.
Se dio vuelta y en
el medio del empedrado estaba ella, envuelta en haces que se tensaban y
explotaban, como una potencia de la misma Tierra, lanzando la melodía del
infortunado negro hacia todas las estrellas. Su energía, doblemente
electrificada, arrasaba cualquier forma, cualquier piel y demandaba la compañía
urgente de otro poeta de las cuerdas.
Cuando llegó al
último tramo del larguísimo …… (tema de Hendrix), su cuerpo se contrajo en un
espasmo y cayó abruptamente sobre los adoquines. Su figura ahora inmóvil
semejaba un claroscuro cuidadosamente pintado en los suelos. Su abrigo negrísimo en abanico, enmarcándola.
Las tachas de su pechera relucientes en esta madrugada irreal. La luna que
centelleaba por todos los azules de sus cabellos. Sombras y luces, como
púlsares, titilando en el barrio de los insomnes. En su mente, la mujer se le
apareció como un extraordinario pájaro protegiéndose con sus alas de noche
negra. Y cuando ella por fin despertó del desmayo, el chico se agachó y le dijo
tan sólo:
-
Me rindo. Que se haga tu voluntad.
Juntos caminaron
hasta un pequeño pasaje de San Telmo donde evidentemente ella vivía. Una casona
que bien podría haber pasado por una propiedad ocupada ilegalmente, dado el
grado de descuido en el que estaba sumergida. Cuando llegaron, su primera
impresión fue chocante: todas las paredes estaban completamente escritas. Los
grafitis se agolpaban unos sobre otros. Los había de todo tipo. Mayormente,
trágicos. La soledad se materializaba crispada en esa casa. Esta mujer no tenía
un don, concluyó el muchacho, sino que era presa de una evidente maldición.
-
¿Vos hacías música, verdad? – le dijo el
pibe, sin dejar de mirar el pandemónium de escritos.
“Sí”, garrapateó ella
sobre una pared vejada por anteriores letras.
-
¿Eras buena?
“La mejor en cada uno de mis tiempos”, escribió la
mano experta.
-
Flaca, perdonáme, pero no hubo una violera
verdaderamente legendaria jamás.
“Aún no comprendés. Fui una con los
mejores.”
-
Y si compartiste con ellos la gloria, como
decís… ¿por qué no escuché de vos? Digo,
es raro, debería haberse colado alguna leyenda sobre alguien así - razonó el
pibe.
Lo miró
enternecida. Le costaría algo de trabajo hacerle entender de qué se trataba
esto. Siempre pasaba así. Solo que sus tiempos y paciencias ya no eran los de
antes y su proverbial encanto físico también había mermado impidiéndole apurar
epidermis rebeldes porque hacía mucho que vivía en ese cuerpo. Por eso se
apaciguó y emprendió una explicación para ese muchacho hermoso y pobre que
ahora la tentaba. Desde su detección, se había fascinado por ese mocoso
dramático e infeliz, dueño de un destino que solo ella podía reconocer. Ansiaba
ser la contención y a la vez la pasión de esa criatura de ojos pardos; un ser
que a su cuidado podría llevarse puestas multitudes. Entonces, haciendo un
esfuerzo porque estaba realmente debilitada, escribió:
“Yo no
aprendí de otros, yo fui quien les enseñó todo lo que supieron de sí mismos. Y
fue la entrega total de su amor la que logró que consiguiera un trato justo
para ellos. Yo garanticé la intensidad y extrañeza de sus sonidos mientras
duraron sus cortas vidas. Porque el arte sublime es fulminante. Te quema
¿sabés? Fui yo quien los llevó a la fama, pegada a sus cuerpos como una
siamesa. Fui yo quien traduje las preguntas surgidas de su interior, en música.
Porque lo que tenían dentro era inmenso, gigantesco. Debía ayudarlos a aprender
a manejar su propio fuego, a no incinerarse por dentro. Y ellos, con su último
suspiro, me prestaron por un tiempo esta
humanidad con la que migro de tiempo en tiempo y con la hoy me presento a vos.
Un acuerdo justo, repito. Entre ellos y un viejo amigo mío. Te lo dije, yo no
imito, yo soy, si me lo propongo, el instrumento más preciado de la Tierra”.
El chico se alejó
un poco como para poner distancia y ordenar ideas.
-
¿Me estás diciendo que fuiste la guitarra de Hendrix? – y empezó a reírse, tiritando. A
esta altura volvía a temer por su cordura.
“Tu
razonamiento es correcto. Fui muchas cosas, entre ellas, ésta que venís de
descubrir” – escribió con las últimas energías.
-
¿Y la Lucille
de BBKing… también es otra…?
“No, ese viejo pillo no transó jamás; la
suya fue solo un artefacto hecho por hombres”.
-
Muy bien – replicó el pibe – digamos que
hacés un pacto conmigo y te convertís en mi inseparable instrumento. ¿qué
obtengo concretamente? ¿la destreza de Vaughan o de algún otro guitarrista
extinto?
“No,
rotundamente no – ah! este
chiquito era duro como el ébano -. Vos
serías el grado más superlativo de tu propio genio. Y juntos elevaríamos
nuevamente la música un paso más allá”.
Sentía una fatiga
de centurias. Y la mención a Vaughan la había inundado de nostalgia y pesar.
Pero antes no le costaba tanto trabajo llegar a un trato. Con los años había
empezado a comprender los límites de la psicología humana y empezaba a notar
que el envejecimiento de este cuerpo prestado, el último, la limitaba. En el
pasado, su extraordinaria presencia había embaucado a los más primitivos de sus
amores, aquéllos que deseaban inicialmente de ella nada más que sexo de otra
galaxia. Humanos que, tras el deseo cumplido, habían caído cautivos de su
magnetismo llegando a la locura misma de firmar su común destino de esposos
hasta el fin.
El pibe
estuvo media hora mirándola sin decir una palabra, analizando dónde se
encontraba y con quién. Y ella respetó su silencio. Un acuerdo es algo serio,
no debe apurarse. El muchacho era un premio seguro, ya había constatado su
talento maridando ambos fuegos.
Cuando el
chico se sintió más sereno, se levantó
diciendo:
-
Te agradezco, flaca, pero… paso.
Su cerebro había
trabajado urgente cada una de las posibilidades y tangentes, enumerándolas.
Como si hiciera una
travesía relámpago por sus rutinas, se vio haciendo, guitarra al hombro, una
paciente fila en la feria barrial para llevarse algo de queso y pan en oferta,
la única dieta que podía costear su presupuesto. Sobrevoló la incomodidad de
vivir de prestado, molestando, en el
fondo de la casa de tía Olga, su única pariente en la ciudad; el laburo
apenas temporario en la empresa de un amigo de otro tío; la imposibilidad de
salirse del circuito mendicante de la peatonal o el pub mugriento; la tristeza de sus ropas gastadas sin
fantasía de reposición. E imaginó cómo serían los próximos diez años, de
continuar estas carencias. En contraposición, esta mujer le proponía un ascenso
vertiginoso. El dinero que nunca más le faltaría. La implosión de su arte
lavando todas las privaciones anteriores. El mundo entero a sus pies, viajes,
viajes y más viajes.
Y lo más
importante, su esencia de creador saliendo a luz ante miles de personas. Nunca
más la inseguridad. De ahora en más, sólo osadía y aplausos. Sería un príncipe
y le seguirían séquitos. La desventaja de esta propuesta, una sola: una
exclusiva y controversial acompañante en su breve y apoteósica grandeza. Ser
reducido a pertenencia de su propio objeto, a la postre, su captor. Porque
estaba ante una prodigiosa cosa o entidad – no podía precisar qué - con la espeluznante potestad de amarlo y
matarlo con fecha de vencimiento. Por eso repitió:
-
Flaca, en serio, gracias, pero me voy.
A través de la
ventana ella lo vio tomar la calle Balcarce y evaporarse en su anonimato. El
joven que entrara a su casa ahora era un hombre. Y se derrumbó, vencida, en un
rincón. Había perdido su última oportunidad ya que intuía que nunca más se
enamoraría ni construiría epopeyas. Lo que le estaba sucediendo no haría sino
repetirse una y otra vez, de seguir insistiendo. Estaba agotada. Ser
intermitentemente mortal la había traspasado de muchas formas. Algunas de ellas
indeseadas, como el dolor y la melancolía, sentimientos con los que no podía
lidiar.
Cuando la puerta se
cerró tras su imposible consorte, supo que le esperaría un destino de
ostracismo en ese caserón, un limbo inadmisible hasta para ella, pura dualidad
e hibridez maldita.
Comprendió que
había llegado la hora de tomar partido y de recuperar su autonomía. Realmente
había experimentado el amor humano y quería perpetuar ese recuerdo sagrado,
antes de desintegrarse. Por eso se encaminó, resuelta, hacia una de las
habitaciones en busca de ese otro objeto
celosamente guardado bajo llave. Un viejo y punzante hierro, la prenda
superviviente de una traición. Una daga para matar dragones. Y la hundió en su
corazón mientras éste era aún mortal, con rapidez, para evitar la intervención
de su Jefe que no gustaba de esta clase de finales. Porque estaba rompiendo su
propio pacto con quien le extrajera del viejo y herido órgano animal, la
afrenta de un guerrero.
Todos estos años
había sido su propio corazón ardiente,
rescatado del primero y más fantástico
de sus cuerpos, el migrante entre las distintas formas de ser. Por eso
cortó el ciclo de engaños liberando su fuego original y su memoria en el
viento, el que se desató colosal por todo el barrio de San Telmo.
Y mientras se
desmaterializaba liberando esa torturada alma, bramó con su antigua y
primigenia voz, ahora recuperada. Por un segundo recordó sus fantásticas alas,
sus gloriosas zarpas, su mirada cenital escudriñando desde altura las
planicies, todas y cada una de sus batallas como guardiana de los cielos de la
antigüedad.
Esa madrugada,
Jorge Santos caminó hasta agotarse y durmió apenas dos horas. En la empresa, a
la mañana siguiente, lo miraron con recelo ni bien entró. Pero ya no le
preocupaban los prejuicios de esa gente. Se sentía piadoso. Y heroico. Y porque se sentía más vivo que nunca olvidó,
incluso, sus penurias. Nada de su vida anterior tenía ya trascendencia.
Importaba el hoy. El sol acariciaba benéfico los vidrios de la oficina y le hacía
entrecerrar los ojos enrojecidos. Pero era hermoso contemplarlo, quemarse lenta
y gradualmente bajo ese otro calor. Tenía toda una larga vida para hacerlo. Y
dio gracias por ser él mismo, por poco o mucho que esto significase.
Autora: Claudia Serra