Durante estos últimos 4 años he publicado este maravilloso cuento
político de Giovanni Papini en varias oportunidades a favor de ciertas
observaciones políticas y sociales que venía realizando. Estamos a punto de
realizar una pésima operación, y nadie nos está forzando, estamos en
democracia, nosotros somos los que decidimos…
La compra de la República
Giovanni Papini
En este mes he comprado una República. Capricho
costoso que no tendrá continuaciones. Era un deseo que tenía desde hace mucho
tiempo y del que he querido librarme. Me imaginaba que eso de ser el amo de un
país daba más gusto. La ocasión era buena y el negocio quedó concluido en pocos
días. Al presidente le llegaba el agua hasta el cuello: su ministerio,
compuesto por paniaguados suyos, estaba en peligro. Las arcas de la
República estaban vacías; imponer nuevos impuestos hubiera sido la señal para
el derrocamiento de todo el clan que asumía el poder, tal vez de una
revolución. Ya había un general que armaba bandas de rebeldes y prometía cargos
y empleos al primero que llegaba. Un agente norteamericano que estaba allí me
advirtió. El ministro de Hacienda corrió a Nueva York: en cuatro días nos
pusimos de acuerdo. Anticipé algunos millones de dólares a la República y
además asigné al presidente, a todos los ministros y a sus secretarios unos
estipendios dobles que los que recibían del Estado. Me han dado en prenda -sin
que lo sepa el pueblo- las aduanas y los monopolios. Además, el presidente y
los ministros han firmado un convenio secreto que, prácticamente, me da el
control sobre toda la vida de la República. Aunque yo parezca, cuando voy allí,
un simple huésped de paso, soy, en realidad, el amo casi absoluto del país. En
estos días he tenido que dar una nueva subvención, bastante fuerte, para la
renovación del material del ejército y me he asegurado, a cambio de ello,
nuevos privilegios. El espectáculo, para mí, es bastante divertido. Las cámaras
continúan legislando, en apariencia libremente; los ciudadanos siguen
imaginándose que la República es autónoma e independiente y que de su voluntad
depende el curso de los acontecimientos. No saben que todo lo que ellos creen
poseer -vida, bienes, derechos civiles- penden, en última instancia, de un
extranjero desconocido para ellos, es decir, de mí. Mañana puedo ordenar la
clausura del Parlamento, una reforma de la Constitución, el aumento de las
tarifas de aduanas, la expulsión de los inmigrantes. Podría, si quisiese,
revelar los acuerdos secretos de la camarilla ahora dominante y derribar con
ello al Gobierno, desde el presidente hasta el último secretario. No me sería
imposible empujar al país que tengo en mis manos a declarar la guerra a una de
las repúblicas limítrofes. Este poder oculto, pero ilimitado, me ha hecho pasar
algunas horas agradables. Sufrir todas las molestias y servidumbre de la
comedia política es una fatiga tremenda; pero ser el titiritero que, tras el
telón, puede solazarse tirando de los hilos de los fantoches obedientes a sus
movimientos es un oficio voluptuoso. Mi desprecio por los hombres encuentra
aquí un sabroso alimento y miles de confirmaciones. Yo no soy más que el rey de
incógnito de una pequeña República en desorden, pero la facilidad con que he
conseguido adueñármela y el evidente interés de todos los enterados en
conservar el secreto, me hace pensar que otras naciones, y bastante más grandes
e importantes que mi República, viven, sin darse cuenta, bajo una análoga
dependencia de misteriosos soberanos extranjeros. Siendo necesario mucho más
dinero para su adquisición, se tratará, en vez de un solo dueño, como en mi
caso, de un trust, de un sindicato de negocios, de un grupo restringido de capitalistas
o de banqueros. Pero tengo fundadas sospechas de que otros países son
efectivamente gobernados por pequeños comités de reyes invisibles, conocidos
solamente por sus hombres de confianza, que continúan representando con
naturalidad el papel de jefes legítimos.