El escritor y su gato compartiendo soledades

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Los infiernos del escritor

martes, 14 de marzo de 2017

Los frutales y el Feng Shui - Cuento - y "The Dream" por Blues Cousins









Los frutales y el Feng Shui

Habían transcurrido 15 años. La última vez que estuvieron frente a la casa fue para pasar revista a sus seguridades, y lo hicieron procurando cerrar firmemente los postigos de las puertas y ventanas, no dejando resquicio  libre para el ingreso de las típicas alimañas de llanura, cubriendo prolijamente con amplias telas todo aquel mobiliario impensable de transportar en un pequeño automóvil, cancelando con herrajes virtuosos y severos  todo galpón o anexo que se mostrara  tentador para los indeseables amigos de lo ajeno, tunantes y bribones que por entonces moraban libertinamente protegidos, tanto en la aldea como en poblados vecinos. Ambos necesitaban partir de ese lugar perdido en el tiempo, coincidían en las motivaciones y razones, no así en el destino, incisos que por cierto distaban mucho de instalarse como un sospechoso itinerario de aventura. Prolongaron por un buen tiempo su intento de ostracismo debido al virtuoso cariño que tenían por sus mascotas. Los nueve gatos y los tres perros, todos adultos, no podían ser sometidos a las suertes de la supervivencia instintiva, de manera que aguardaron hasta que ningún lazo afectivo viviente los sujete a aquel lugar. El propio Camilo se encargó de enterrar uno a uno, en el parque de la finca, a medida que los animales se iban despidiendo de sus vidas, sin omitir  plantar en sus modestas tumbas árboles frutales de marcada distinción. Mangos, limones, durazneros, damascos, ciruelos, membrillos, granadas, brevas, fueron distribuidos por el parque a modo de recoleto recuerdo. Incluso esperaron por la salud y el firme crecimiento de los plantines para iniciar su viaje sin fecha de retorno. Camilo era un experto en la materia, la naturaleza se encargaría del resto de la tarea cuando su ausencia.
Rosario y Camilo habían regresado de un viaje cuyo itinerario improvisado no les admitió hallar ese lugar en donde morir resultaba el párrafo menos oneroso a sobrellevar. Carmen de Patagones, Puerto Madryn, Choele Choele, Sierra de la Ventana, fueron los lugares escogidos durante ese tiempo para verse envejecer con la sabiduría que marca el amor en estado de madurez. El matrimonio poseía marcada solvencia económica producto de pertenecer, cada uno por cuenta, a un abolengo cuyo árbol genealógico había procurado dejarles a sus descendientes tranquilidades financieras que no ameritaran estar atados a las coyunturas críticas del sistema. Siguiendo su ejemplo el matrimonio tuvo el mismo comportamiento, de manera que la sustentabilidad de la experiencia no mermó en absoluto sus cuentas bancarias e inversiones. A cada lugar que arribaban alquilaban pequeñas viviendas, siempre muñidas de amplios jardines, confortables en su interior, pero modestas en cuanto a lujos., no necesitan del ostento para ser felices. Incluso, renovar cada dos años el vehículo para no tener que afrontar problemas mecánicos, no les imponía restricciones ni encomiendas adicionales. Sus garantías eran por demás aprobadas. Acaso algún cambio de domicilio ocasional para actualizar las licencias de conducir, poder sufragar, cumplir con cada una de las obligaciones municipales eran motivos suficientes para insertarse dentro de las burocracias locales. Si bien ambos sostenían ideas políticas similares procuraban obviar tales dilemas por considerarlos estériles a los fines de la pareja. A pesar de su condición social creían fervientemente en el ecualitarismo nórdico asumiendo que la Argentina no era un país pobre sino desigual e injusto, siendo muy críticos con su clase social de pertenencia.

Allí estaban ambos, abrazados, nuevamente frente a la casa, 15 años después, promediando las siete décadas, muy bien llevadas por cierto, compilado etario experimentado, saludable, expectante. La exhuberancia de la fronda y el frenesí de la hiedra les impedían observar la silueta de la vivienda, menos aun sus fondos. Solo el alambrado perimetral se asomaba esporádicamente por entre el exaltado matorral, por lo cual decidieron contratar a dos individuos de la aldea que tenían su taller a dos veredas de la casa, vecinos desconocidos para ellos, especializados en desmalezar locaciones parquizadas. Al momento del acuerdo Camilio les hizo hincapié en la necesidad de preservar los árboles frutales que hallasen en su recorrido debido a la íntima relación que guardaban con esos recuerdos. Durante el lapso que durasen los trabajos el matrimonio estaría instalado en el único hotel de la ciudad cabecera del distrito, urbe distante veinte kilómetros de la villa, con el objeto de liquidar las deudas estatales acumuladas durante su ausencia, aguardar por el fin de la tarea, y tal vez sorprender a algunos viejos amigos, idea que prontamente fue desestimada debido a que nada les hacía suponer ser recordados y menos en una ciudad a la cual, por entonces, solo visitaban para hacer alguna compra ocasional y puntuales trámites de rigor. El intercambio de números de celulares con los jardineros iba a permitir un estado de comunicación instantáneo ante cualquier duda que pudiera surgir con relación a ciertos detalles no explicitados, dilemas que se descubren en la misma medida del avance de obra. Dos semanas después recibieron la llamada telefónica por parte de los especialistas con la confirmación que ya podían acercarse para supervisar el trabajo o en su defecto efectuar las correcciones que crean convenientes. Durante ese tiempo habían recorrido la comarca sin ningún tipo de curiosidad. La cosmética era similar, parecía una región detenida geográfica y humanamente, de modo que no sentían ni siquiera la vocación por visitar a sus viejas amistades, más allá de que ninguna de ellas había mostrado indicios verificables de interés cuando decidieron partir. Su único hijo, Rubén, estaba radicado desde sus épocas universitarias en Tandil, se había recibido de Odontólogo en La Plata formado familia con una compañera de estudios. Desde su corte umbilical siempre habían teniendo con él una relación, aunque distante, muy afectiva. En los inicios de la joven pareja solían visitarlos una o dos veces al año para apoyarlos con alguna contingencia, siempre pernoctando en algún hotel cercano. No les gustaba invadir. Justamente por esos días se hicieron una escapada hacia la ciudad serrana, luego de varios años de abstinencia, y aunque no pudieron encontrarlos, comprobaron por referencias vecinas que el matrimonio no necesitaba de molestias  adicionales. Exceptuando la fachada de la construcción, lógicamente erosionada, pletórica en verdín y con su revoque mayoritariamente caído - en algún rincón se dejaba descubrir el ladrillo - el jardín anterior, limpio de malezas abusivas, lucía como en los mejores tiempos, momentos en los cuales los cuidados diarios de Rosario pintaban una acuarela de elegante traza. Desde luego que los ornamentos naturales estaban ausentes, y me refiero puntualmente a los rosales multicolores que el matrimonio había dispuesto de manera simétrica.   Los postigos, herrajes y cancelas no habían sufrido los avatares impetuosos de malandras y afines, incluso se mostraban poco amigables ante los intentos de Camilo por abrirlos, de manera que para ingresar a la vivienda tuvieron que forzar la tarea con herramientas pesadas. Una vez en el interior pudieron constatar que todo empeño a favor de la pulcritud había resultado escaso. Tanto el polvo en suspensión, como el depositado sobre el mobiliario  superaron las expectativas, al igual que el cortinado de telarañas, telón indispensable de apartar para continuar con la revisión. De inmediato notaron que algunos menajes no estaban acomodados como ellos los recordaban, en primer lugar adjudicaron dicha impresión a sus laxas    memorias, pero a poco de continuar con el recorrido dicha impresión se fue acentuando hasta que las dudas se disiparon totalmente cuando observaron que en los tres dormitorios los cabezales de las camas no orientaban hacia el norte, tal como tenían por costumbre siguiendo las premisas del Feng Shui, sino hacia el oeste, en donde el despertar así orientado, según la creencia, resultaba depresivo y desvitalizado. No había dudas que alguien, o un grupo de personas, había ocupado la casa durante ese tiempo, o por lo menos durante un lapso de él, más precisamente en sus primera épocas de ausencia. Rosario recordó el cuento Casa Tomada, pero desechó la idea de inmediato ya que no creía en la existencia de un aluvión zoológico imaginario y fantasmal como describiera Julio Cortazar en su extremo, polémico pero excelente relato. Asumiendo la compleja situación y aún sorprendidos por la revelación decidieron abrir la puerta trasera de la casa para verificar los trabajos realizados por los jardineros en el parque posterior de manera dar por concluida sus tareas y abonarles los honorarios correspondientes. Ambos trabajadores aguardaban pacientemente la revisión en el interior de su modesta camioneta prontos a cumplir con un nuevo contrato a ocho calles del lugar.  Para llegar a esa parte del predio no era necesario ingresar a la vivienda ya que una vereda lateral, paralela al alambrado, comunicaba el frente con el fondo por lo cual nunca los operarios ingresaron a la misma. La mayor sorpresa se produjo cuando la puerta finalmente cedió ante la insistencia de Camilo. En el centro de un bello parque recién acondicionado, predio que todavía guardaba el aroma lozano del césped recién cortado, rodeada de doce hermosos y frondosos árboles frutales se erigía una elegante bóveda, cripta construida con relieves y bajorrelieves tan austeros como contundentes. Incluso en su parte superior ostentaba óvolos de llamativa artística grecorromana. Respiraron profundo ante la imagen y sin perder tiempo Camilo fue hacia donde se encontraban los jardineros para cumplir con el contrato; una vez consumada la empresa y liberados los hombres, y luego de guardar su vehículo en el garaje, volvió a lado de Rosario, que inmutable, observaba la cripta sin atreverse acercarse a sus dominios. Parece que acabáramos de despertar de una siesta vespertina profunda, pensó, esas que solo son posibles de ser asumidas, si por la ventana, en lugar del crepúsculo, percibimos un nuevo amanecer. Ambos iniciaron la caminata, juntos, esos diez metros hasta el lúgubre frontispicio fueron tan extensos como el tiempo que duró su ausencia del lugar. Subieron los dos breves escalones descubriendo que sobre la puerta una siniestra placa de mármol, datada en el mes de abril del año 2011, es decir un lustro antes, indicaba: Rosario Inés Bosco de Feijo y Camilio Andrés Feijo  – QEPD. Ingresaron al recinto de la mano cerrando con firmeza sus herrajes y cancelas interiores luego de corroborar que sendos ataúdes se presentaban en paralelo, a menos de medio metro de distancia el uno con el otro, advirtiendo para su gusto que los cabezales de ambos orientaban hacia el venturoso norte, tal cual como establecía el paradigma del Feng Shui.