El escritor y su gato compartiendo soledades

El escritor y su gato compartiendo soledades
Los infiernos del escritor

viernes, 13 de marzo de 2015

Cuando el arte explica. Ni olvido ni perdón. Memoria, verdad y justicia... KM 11 de MEMPO GIARDINELLI






para Miguel Angel Molfino

Para mí que es Segovia —dice Aquiles, pestañeando, nervioso, mientras codea al Negro López—. El de anteojos oscuros, por mi madre que es el cabo Segovia. El Negro observa rigurosamente al tipo que toca el bandoneón, frunciendo el ceño, y es como si en sus ojos se proyectara un montón de películas viejas, imposibles de olvidar. La escena, durante un baile en una casa de Barrio España. Un grupo de amigos se ha reunido a festejar el cumpleaños de Aquiles. Son todos ex presos que estuvieron en la U-7 durante la dictadura. Han pasado ya algunos años, y tienen la costumbre de reunirse con sus familias para festejar todos los cumpleaños. Esta vez decidieron hacerlo en grande, con asado al asador, un lechón de entrada y todo el vino y la cerveza disponibles en el barrio. El Moncho echó buena la semana pasada en el Bingo y entonces el festejo es con orquesta. Bajo el emparrado, un cuarteto desgrana
chamamés y polkas, tangos y pasodobles.
En el momento en que Aquiles se fija en el bandoneonísta de anteojos negros, están tocando “Kilómetro 11”. —Sí, es —dice el Negro López, y le hace una seña a Jacinto. Jacinto asiente como diciendo yo también lo reconocí.
Sin hablarse, a puras miradas, uno a uno van reconociendo al cabo Segovia.
Morocho y labiudo, de ojitos sapipí, siempre tocaba “Kilómetro 11” mientras a ellos los torturaban. Los milicos lo hacían tocar y cantar para que no se oyeran los gritos de los prisioneros. Algunos comentan el descubrimiento con sus compañeras, y todos van rodeando al bandoneonísta. Cuando termina la canción, ya nadie baila. Y antes de que el cuarteto arranque con otro tema, Luís le pide, al de anteojos oscuros, que toque otra vez “Kilómetro 11”.
La fiesta se ha acabado y la tarde tambalea, como si el crepúsculo se hiciera más lento o no se decidiera a ser noche. Hay en el aire una densidad rítmica, como si los corazones de todos los presentes marcharan al unísono y sólo se pudiera escuchar un único y enorme corazón. Cuando termina la repetición del chamamé, nadie aplaude. Todos los asistentes a la fiesta, algunos vaso en mano, otros con las manos en los bolsillos, o abrazados con sus damas, rodean al cuarteto y el emparrado semeja una especie de circo romano en el que se hubieran invertido los roles de fiera y víctimas. Con el último acorde, El Moncho dice: —De nuevo —y no se dirige a los cuatro músicos, sino al bandoneonísta—. Tocálo de nuevo. —Pero si ya lo tocamos dos veces —responde éste con una sonrisa falsa, repentinamente nerviosa, como de quien acaba de darse cuenta de que se metió en el lugar equivocado. —Sí, pero lo vas a tocar de nuevo. Y parece que el tipo va a decir algo, pero es evidente que el tono firme y conminatorio del Moncho lo ha hecho caer en la cuenta de quié-nes son los que lo rodean. —Una vez por cada uno de nosotros, Segovia —tercia El Flaco Martínez. El bandoneón, después de una respiración entrecortada y afónica que parece metáfora de la de su ejecutante, empieza tímidamente con el mismo chamamé. A los pocos compases lo acompaña la guitarra, y enseguida se agregan el contrabajo y la verdulera. Pero Aquiles alza una mano y les ordena silenciarse. —Que toque él solo —dice. Y después de un silencio que parece largo como una pena amorosa, el bandoneón hace un da cappo y las notas empiezan a parir un “Kilómetro 11” agudo y chillón, pero legítimo. Todos miran al tipo, incluso sus compañeros músicos. Y el tipo transpira: le caen de las sienes dos gotones que flirtean por los pómulos como lentos y minúsculos ríos en busca de un cauce. Los dedos teclean, mecánicos, sin entusiasmo, se diría que sin saber lo que tocan. Y el bandoneón se abre y se cierra sobre la rodilla derecha del tipo, boqueando como si el fueye fuera un pulmón averiado del que cuelga una cintita argentina. Cuando termina, el hombre separa las manos de los teclados. Flexiona los dedos amasando el aire, y no se decide a hacer algo. No sabe qué hacer. Ni qué decir. —Sacáte los anteojos —le ordena Miguel—. Sacátelos y seguí tocando. El tipo, lentamente, con la derecha, se quita los anteojos negros y los tira al suelo, al costado de su silla. Tiene los ojos clavados en la parte superior del fueye. No mira a la concurrencia, no puede mirarlos. Mira para abajo o eludiendo focos, como cuando hay mucho sol. —“Kilómetro 11”, de nuevo —ordena la mujer del Cholo. El tipo sigue mirando para abajo. —Dale, tocá. Tocá, hijo de puta —dicen Luis, y Miguel, y algunas mujeres. Aquiles hace una seña como diciendo no, insultos no, no hacen falta. Y el tipo toca: “Kilómetro 11”.
Un minuto después, cuando suenan los arpegios del estribillo, se oye el llanto de la mujer de Tito, que está abrazada a Tito, y los dos al chico que tuvieron cuando él estaba adentro. Los tres, lloran. Tito moquea. Aquiles va y lo abraza. Luego es el turno del Moncho. A cada uno, “Kilómetro 11” le convoca recuerdos diferentes. Porque las emociones siempre estallan a destiempo. Y cuando el tipo va por el octavo o noveno “Kilómetro 11”, es Miguel el que llora. Y el Colorado Aguirre le explica a su mujer, en voz baja, que fue Miguel el que inventó aquello de ir a comprarle un caramelo todos los días a Leiva Longhi. Cada uno iba y le compraba un caramelo mirándolo a los ojos. Y eso era todo. Y le pagaban, claro. El tipo no quería cobrarles. Decía: no, lleve nomás, pero ellos le pagaban el caramelo. Siempre un único caramelo. Ninguna otra cosa, ni puchos. Un caramelo. De cualquier gusto, pero uno solo y mirándolo a los ojos a Leiva Longhi. Fue un desfile de ex presos que todas las tardes se paró frente al kiosco, durante tres años y pico, del 83 al 87, sin faltar ni un solo día, ninguno de ellos, y sólo para decir: “Un caramelo, déme un caramelo”. Y así todas las tardes hasta que Leiva Longhi murió, de cáncer. De pronto, el tipo parece que empieza a acalambrarse. En esas últimas versiones pifió varias notas. Está tocando con los ojos cerrados, pero se equivoca por el cansancio.
Nadie se ha movido de su lado. El círculo que lo rodea es casi perfecto, de una equidistancia tácitamente bien ponderada. De allí no podría escapar. Y sus compañeros están petrificados. Cada uno se ha quedado rígido, como los chicos cuando juegan a la tatuíta. El aire cargado de rencor que impera en la tarde los ha esculpido en granito. —Nosotros no nos vengamos —dice el Sordo
Pérez, mientras Segovia va por el décimo “Kilómetro 11”. Y empieza a contar en voz alta, sobreimpresa a la música, del día en que fue al consultorio de Camilo Evans, el urólogo, tres meses después que salió de la cárcel, en el verano del 84. Camilo era uno de los médicos de la cárcel durante el Proceso. Y una vez que de tanto que lo torturaron el Sordo empezó a mear sangre, Camilo le dijo, riéndose, que no era nada, y le dijo “eso te pasa por hacerte tanto la paja”. Por eso cuando salió en libertad, el Sordo lo primero que hizo fue ir a verlo, al consultorio, pero con otro nombre. Camilo, al principio, no lo reconoció. Y cuando el Sordo le dijo quién era se puso pálido y se echó atrás en la silla y empezó a decirle que él sólo había cumplido órdenes, que lo perdonase y no le hiciera nada. El Sordo le dijo no, si yo no vengo a hacerte nada, no tengas miedo; sólo quiero que me mires a los ojos mientras te digo que sos una mierda y un cobarde. —Lo mismo con este hijo de puta que no nos mira —dice Aquiles—. ¿Cuántos van? —Con éste son catorce —responde el Negro—. ¿No? —Sí, los tengo contados —dice Pitín—. Y somos catorce. —Entonces cortála, Segovia —dice Aquiles. Y el bandoneón enmudece. En el aire queda flotando, por unos segundos, la respiración agónica del fueye.
El tipo deja caer las manos al costado de su cuerpo. Parecen más largas; llegan casi hasta el suelo. —Ahora alzá la vista, mirános y andáte —le ordena Miguel. Pero el tipo no levanta la cabeza. Suspira profundo, casi jadeante, asmático como el bandoneón. Se produce un silencio largo, pesadísimo, apenitas quebrado por el quejido del bebé de los Margoza, que parece que perdió el chupete pero se lo reponen enseguida. El tipo cierra el instrumento y aprieta los botones que fijan el acordeón. Después lo agarra con las dos manos, como si fuera una ofrenda, y lentamente se pone de pie. En ningún momento deja de mirarse la punta de los zapatos. Pero una vez que está parado todos ven que además de transpirar, lagrimea. Hace un puchero, igual que un chico, y es como si de repente la verticalidad le cambiara la dirección de las aguas: porque primero solloza, y después llora, pero mudo. Y en eso Aquiles, codeando de nuevo al Negro López, dice: —Parece mentira pero es humano, nomás, este hijo de puta. Mírenlo cómo llora. —Que se vaya —dice una de las chicas. Y el tipo, el Cabo Segovia, se va.



N de la R: Uno de los cuentos más excepcionales que he leído sobre nuestra historia reciente. No encontré mejor modo para contrarrestar los fallos que favorecieron a Vicente Massot y al grupo de empresarios que se apropió de Papel Prensa bajo amenaza, extorsión, tortura y muerte...