El escritor y su gato compartiendo soledades

El escritor y su gato compartiendo soledades
Los infiernos del escritor

jueves, 12 de febrero de 2015

Conducta en los velorios de Julio Cortázar







No vamos por el anís, ni porque hay que ir. Ya se habrá sospechado: vamos porque no podemos soportar las formas más solapadas de la hipocresía. Mi prima segunda, la mayor, se encarga de cerciorarse de la índole del duelo, y si es de verdad, si se llora porque llorar es lo único que les queda a esos hombres y a esas mujeres entre el olor a nardos y a café, entonces nos quedamos en casa y los acompañamos desde lejos. A lo sumo mi madre va un rato y saluda en nombre de la familia; no nos gusta interponer insolentemente nuestra vida ajena a ese diálogo con la sombra. Pero si de la pausada investigación de mi prima surge la sospecha de que en un patio cubierto o en la sala se han armado los trípodes del camelo, entonces la familia se pone sus mejores trajes, espera a que el velorio esté a punto, y se va presentando de a poco pero implacablemente.
En Pacífico las cosas ocurren casi siempre en un patio con macetas y música de radio. Para estas ocasiones los vecinos condescienden a apagar las radios, y quedan solamente los jazmines y los parientes, alternándose contra las paredes. Llegamos de a uno o de a dos, saludamos a los deudos, a quienes se reconoce fácilmente porque lloran apenas ven entrar a alguien, y vamos a inclinarnos ante el difunto, escoltados por algún pariente cercano. Una o dos horas después toda la familia está en la casa mortuoria, pero aunque los vecinos nos conocen bien, procedemos como si cada uno hubiera venido por su cuenta y apenas hablamos entre nosotros. Un método preciso ordena nuestros actos, escoge los interlocutores con quienes se departe en la cocina, bajo el naranjo, en los dormitorios, en el zaguán, y de cuando en cuando se sale a fumar al patio o a la calle, o se da una vuelta a la manzana para ventilar opiniones políticas y deportivas. No nos lleva demasiado tiempo sondear los sentimientos de los deudos más inmediatos, los vasitos de caña, el mate dulce y los Particulares livianos son el puente confidencial; antes de media noche estamos seguros, podemos actuar sin remordimientos. Por lo común mi hermana la menor se encarga de la primera escaramuza; diestramente ubicada a los pies del ataúd, se tapa los ojos con un pañuelo violeta y empieza a llorar, primero en silencio, empapando el pañuelo a un punto increíble, después con hipos y jadeos, y finalmente le acomete un ataque terrible de llanto que obliga a las vecinas a llevarla a la cama preparada para esas emergencias, darle a oler agua de azahar y consolarla, mientras otras vecinas se ocupan de los parientes cercanos bruscamente contagiados por la crisis. Durante un rato hay un amontonamiento de gente en la puerta de la capilla ardiente, preguntas y noticias en voz baja, encogimientos de hombros por parte de los vecinos. Agotados por un esfuerzo en que han debido emplearse a fondo, los deudos amenguan en sus manifestaciones, y en ese mismo momento mis tres primas segundas se largan a llorar sin afectación, sin gritos, pero tan conmovedoramente que los parientes y vecinos sienten la emulación, comprenden que no es posible quedarse así descansando mientras extraños de la otra cuadra se afligen de tal manera, y otra vez se suman a la deploración general, otra vez hay que hacer sitio en las camas, apantallar a señoras ancianas, aflojar el cinturón a viejitos convulsionados. Mis hermanos y yo esperamos por lo regular este momento para entrar en la sala mortuoria y ubicarnos junto al ataúd. Por extraño que parezca estamos realmente afligidos, jamás podemos oír llorar a nuestras hermanas sin que una congoja infinita nos llene el pecho y nos recuerde cosas de la infancia, unos campos cerca de Villa Albertina, un tranvía que chirriaba al tomar la curva en la calle General Rodríguez, en Bánfield, cosas así, siempre tan tristes. Nos basta ver las manos cruzadas del difunto para que el llanto nos arrase de golpe, nos obligue a taparnos la cara avergonzados, y somos cinco hombres que lloran de verdad en el velorio, mientras los deudos juntan desesperadamente el aliento para igualarnos, sintiendo que cueste lo que cueste deben demostrar que el velorio es el de ellos, que solamente ellos tienen derecho a llorar así en esa casa. Pero son pocos, y mienten (eso lo sabemos por mi prima segunda la mayor, y nos da fuerzas). En vano acumulan los hipos y los desmayos, inútilmente los vecinos más solidarios los apoyan con sus consuelos y sus reflexiones, llevándolos y trayéndolos para que descansen y se reincorporen a la lucha. Mis padres y mi tío el mayor nos reemplazan ahora, hay algo que impone respeto en el dolor de estos ancianos que han venido desde la calle Humboldt, cinco cuadras contando desde la esquina, para velar al finado. Los vecinos más coherentes empiezan a perder pie, dejan caer a los deudos, se van a la cocina a beber grapa y a comentar; algunos parientes, extenuados por una hora y media de llanto sostenido, duermen estertorosamente. Nosotros nos relevamos en orden, aunque sin dar la impresión de nada preparado; antes de las seis de la mañana somos los dueños indiscutidos del velorio, la mayoría de los vecinos se han ido a dormir a sus casas, los parientes yacen en diferentes posturas y grados de abotagamiento, el alba nace en el patio. A esa hora mis tías organizan enérgicos refrigerios en la cocina, bebemos café hirviendo, nos miramos brillantemente al cruzarnos en el zaguán o los dormitorios; tenemos algo de hormigas yendo y viniendo, frotándose las antenas al pasar. Cuando llega el coche fúnebre las disposiciones están tomadas, mis hermanas llevan a los parientes a despedirse del finado antes del cierre del ataúd, los sostienen y confortan mientras mis primas y mis hermanos se van adelantando hasta desalojarlos, abreviar el ultimo adiós y quedarse solos junto al muerto. Rendidos, extraviados, comprendiendo vagamente pero incapaces de reaccionar, los deudos se dejan llevar y traer, beben cualquier cosa que se les acerca a los labios, y responden con vagas protestas inconsistentes a las cariñosas solicitudes de mis primas y mis hermanas. Cuando es hora de partir y la casa está llena de parientes y amigos, una organización invisible pero sin brechas decide cada movimiento, el director de la funeraria acata las órdenes de mi padre, la remoción del ataúd se hace de acuerdo con las indicaciones de mi tío el mayor. Alguna que otra vez los parientes llegados a último momento adelantan una reivindicación destemplada; los vecinos, convencidos ya de que todo es como debe ser, los miran escandalizados y los obligan a callarse. En el coche de duelo se instalan mis padres y mis tíos, mis hermanos suben al segundo, y mis primas condescienden a aceptar a alguno de los deudos en el tercero, donde se ubican envueltas en grandes pañoletas negras y moradas. El resto sube donde puede, y hay parientes que se ven precisados a llamar un taxi. Y si algunos, refrescados por el aire matinal y el largo trayecto, traman una reconquista en la necrópolis, amargo es su desengaño. Apenas llega el cajón al peristilo, mis hermanos rodean al orador designado por la familia o los amigos del difunto, y fácilmente reconocible por su cara de circunstancias y el rollito que le abulta el bolsillo del saco. Estrechándole las manos, le empapan las solapas con sus lágrimas, lo palmean con un blando sonido de tapioca, y el orador no puede impedir que mi tío el menor suba a la tribuna y abra los discursos con una oración que es siempre un modelo de verdad y discreción. Dura tres minutos, se refiere exclusivamente al difunto, acota sus virtudes y da cuenta de sus defectos, sin quitar humanidad a nada de lo que dice; está profundamente emocionado, y a veces le cuesta terminar. Apenas ha bajado, mi hermano el mayor ocupa la tribuna y se encarga del panegírico en nombre del vecindario, mientras el vecino designado a tal efecto trata de abrirse paso entre mis primas y hermanas que lloran colgadas de su chaleco. Un gesto afable pero imperioso de mi padre moviliza al personal de la funeraria; dulcemente empieza a rodar el catafalco, y los oradores oficiales se quedan al pie de la tribuna, mirándose y estrujando los discursos en sus manos húmedas. Por lo regular no nos molestamos en acompañar al difunto hasta la bóveda o sepultura, sino que damos media vuelta y salimos todos juntos, comentando las incidencias del velorio. Desde lejos vemos cómo los parientes corren desesperadamente para agarrar alguno de los cordones del ataúd y se pelean con los vecinos que entre tanto se han posesionado de los cordones y prefieren llevarlos ellos a que los lleven los parientes.



lunes, 2 de febrero de 2015

No estoy de acuerdo con romper Diarios. Es más, hay que conservarlos para saber cómo operan y hasta dónde son capaces de mentir











Si quiere saber quién le miente
...lea diarios viejos, aunque sea busque una buena excusa para preservarlos...


por Gustavo Marcelo Sala

...vicio que uno tiene desde hace algunos años. Eso de tener tres perritos y quince gatitos – no los tengo, ellos decidieron quedarse -  obligan a tener que acopiar cuanto ejemplar circule por el barrio, de modo que echarle una ojeadita antes de colocarlos en el piso para que cumplan su función sanitaria se transformó en una sana costumbre. En realidad al no ser consumidores de un periódico específico – siguiendo los consejos tanto de Ramonet como de Chomsky: demasiado flujo informativo desinforma -  nos encontramos, gracias a la buena voluntad del vecindario, con editorialistas de toda clase y tenor. Periodistas con mayúsculas se mezclan con abyectos operadores, analistas de maravillosa prosa quedan lamentablemente eclipsados por aquellos pretenciosos cuyas construcciones literarias son apenas algo más que señales de humo. Así uno va releyendo la historia reciente – diez años cuando menos – sin descontextualizar, descubriendo intenciones y verificando palmariamente cómo se miente cuando se escribe “la verdad”.

Sobre la función específica de la que deseo dar cuenta hay que reconocer que La Nación y La Nueva Provincia son los productos que mejor la cumplen. Sus formatos tabloides permite cubrir amplias superficies, llegando en algún caso a rincones inaccesibles. Junto con el Clarín, de tamaño bastante menor, componen la trilogía en los que más detengo mi lectura. Cada vez y con mayor énfasis me hago a la idea de que alguien debería compilar sus editoriales desde un buen tiempo hasta esta parte y publicar un texto titulado: “Ahistoria”. Sobre el arte de construir falacias... Dicho texto no debería contener comentarios adicionales, ni críticas, ni refutaciones reveladoras. Con exponerlos alcanza y sobra para que el lector analice y se divierta durante un buen tiempo sobre los secretos de la desinformación.

Crónica y Popular me caen mejor aunque sus exageradas tinturas provocan en las superficies  marcas que sin un tratamiento adecuado difícilmente se disipen. Sus entregas sensacionalistas no ameritan análisis extremos más allá de refrescarme noticias con relación a eventos de sangre que mi memoria ha decidido licenciar.

Los dos Diarios Platenses de mayor tirada no merecen mayor análisis más allá de su utilidad práctica a favor de las mascotas. Su vacuas y limitadas editoriales no dan ni siquiera como anexo del texto antes bocetado.

De Critica de la Argentina ya no me queda ningún ejemplar. Juro que los guardaba con cariño hasta que una necesidad extrema debido a una descompostura inesperada del Poroto dio por tierra con las editoriales de Jorge Lanata y Martín Caparros. De todas formas nada importante se ha perdido ya que por entonces comenzaban a escribir las mismas cosas que aún repiten en todas sus apariciones mediáticas. Estos chicos no son originales ni para mentir: La reiterada nota anual sobre la casa fastuosa del funcionario, una editorial sobre corruptelas nunca comprobadas, cuánto le cuesta al erario público el programa 678 y un despliegue de adjetivaciones a favor de hacernos creer que como pueblo somos una manga de infradotados. Su formato, similar al de Pagina 12, era un poco más chicuelo que La Nación y La Nueva Provincia aunque bastante más contundente en cuanto a cantidad de páginas. Su vocación por el denuncismo inconducente era muy apreciado por sus lectores, de modo que cada ejemplar valía mucho más por su peso en kilos que por su embalaje de certezas. Dicen que los socios, un tal Mata, actualmente procesado en España por el vaciamiento de Iberia y el mencionado Lanata, actual periodista dependiente con cuenta sueldo en cierto paraíso fiscal del hemisferio norte, lo mandaron a la quiebra para blanquear guita. Algo similar a lo que hizo Jorge de Barracas con Data 54. Son comentarios de feria, vió, rumores que sería muy conveniente desestimar.

Debo reconocer que Página 12 y Tiempo Argentino no aparecen dentro de los paquetes que me acercan los vecinos. Parece que en el Pago resulta un sacrilegio la portación de semejantes pasquines oficialistas. De todos modos los utilizaría de la misma forma. Mis mascotas merecen tener sus canteros en condiciones más allá que un Aliverti, un Verbitsky o un Wainfeld deban tener que sufrir las ingratas heces de mis pichichos.

A quién todavía no he podido hallarle utilidad es a un pequeño semanario llamado El Local de Coronel Dorrego. Poseo ejemplares que datan del año 2008. Causan mucha gracia sus editoriales. Uno se detiene en ellas y parecen escritas hoy. Para esta gente, desde aquellos días hasta la fecha, no ha pasado absolutamente nada que los conmueva políticamente: Ni la Asignación Universal por Hijo y para Embarazadas, ni la Ley de Medios Audiovisuales, ni la estatización de los Fondos de Pensión y la inclusión de dos millones y medio de nuevos jubilados, ni la recuperación de YPF, ni las Cooperativas de Trabajo, ni la universalización de la vacuna contra el HPV, ni los juicios por la verdad, ni la muerte de Néstor, ni el 6.5% de presupuesto educativo, ni la yunta de bueyes del año 2009, ni el 54% y cientos de eventos políticos significativos. Hay un artículo muy curioso en donde se afirma que “en Argentina se hace política mediante el dinero público” (Ejemplar Nro 9 del 25 de Noviembre del 2008). Estimo que tal afirmación la realiza sin incluir el modo que tiene el Radicalismo gobernante de hacer política a escala local. Hay una entrevista a Fabián Zorzano, pero esta vez en el ejemplar Nro 8 del 18 de noviembre de ese mismo año, en donde, centros a la hoya mediante, el Intendente de Coronel Dorrego insiste en la necesidad de armar un frente nacional con Elisa Carrió. Hay un reportaje al Senador Gerardo Morales, de visita por la ciudad, en donde sentencia que de aprobarse la estatización de los fondos de pensión este volumen de capital caerá en las peores manos, además de una nota a la agrupación llamada Pampa Joven (vaya uno a saber si han crecido para estas alturas) en donde se muestran muy enojados con los Concejales del FPV por la falta de apoyo a los reclamos del campo. Las medidas del semanario no son las mejores para los fines deseados y su calidad de papel no tiene la misma capacidad de absorción. Como diría un viejo dicho no sirve ni para envolver huevos. De todos modos al ser una publicación local, como bien reza su nombre, uno le tiene un particular afecto y reniega de utilizarlo debido a que de algún modo se solidariza con el esfuerzo de los coterráneos.

Si bien mi costumbre no resulta original debido a que muchos programas de archivo exponen un formato similar, en lo personal no trato de buscar contradicciones, cuestiones de la que todos, como mortales, estamos expuestos debido a lo inevitable de los cambios. Me preocupa indagar sobre conclusiones, supuestamente taxativas de carácter político, que tuvieron la perversa intención de establecer postulados universales. Supuestos y deseos instalados como certezas a partir de hipótesis nunca comprobadas. Simples y vulgares corazonadas desarrolladas por influyentes gestores periodísticos transformadas en bulas papales.

La crónica del día es fresca, inmadura, carente de pensamiento y análisis. Es una simple foto de un momento determinado, generalmente descontextualizado. No se ponderan las causas, solamente de exhibe el efecto como tal, nunca como consecuencia de una multiplicidad de eventos. Acaso no hay mejor manera para entender nuestra contemporaneidad que dejar madurar esas afirmaciones. Chocaremos con sorpresas que nos dejarán atónitos.

Estar informado no significa simplemente estar al tanto de un evento del presente. Estar informado es entender ese evento y para entenderlo se necesita elaborar, analizar, exigirle rigor y certeza, cuestiones que muestran su rostro cuando la novedad ya deja de serlo. Tampoco me detengo demasiado en juzgar los recortes. Cada quién es dueño de sus prismas y propietario de sus prioridades. Lo que sí me interesa por sobre manera es percibir si esos recortes ocultan información o la deforman o son simples interpretaciones subjetivas. Observo con mucha preocupación que tanto la primera como la segunda tendencia son la que con mayores adeptos cuenta. El tema de la inseguridad es un ejemplo taxativo del caso.

De alguna manera, gracias a mis mascotas, estoy muy bien informado, ya que la realidad es efecto de las inexorables causas del pasado. Verificar quién tuvo la aviesa intención de pervertir aquellos efectos es una muy buena manera para saber qué recorridos seguir de modo tal evitarnos ser acreedores - con honores - de un diploma de ingenuos. Cuestión que me ayuda mucho es adolecer de apuros; nunca me conmovió la novedad de manera que puedo aguardar hasta que aclare. Por eso suelo dudar de la palabra inicial, sea propia o ajena; prefiero que los tamices desarrollen su trabajo. Si uno se atreviera a consentir que se ignora mucho más de lo que sabe y que por obvias razones de limitaciones físicas nunca podrá enterarse de lo que sucederá a partir de que el pasaporte dictamine nuestra ausencia definitiva, dejaría cierta soberbia de lado y estimaría con prudencia que lo esencial no es estar al tanto de la novedad, sino de entender, lo más honestamente posible, de qué se trata nuestro breve recorrido existencial.