El escritor y su gato compartiendo soledades

El escritor y su gato compartiendo soledades
Los infiernos del escritor

miércoles, 19 de diciembre de 2018

Fuego.. blues musical y literario... por Claudia Serra





El lunes por la mañana, Jorgito llegó a la oficina con unas ojeras dignas de una película de zombies. No se trataba solamente de agotamiento por la trasnochada. Su encuentro con aquella mujer en el pub lo había llevado a la comprensión de que algunos sucesos en el mundo acontecían por causas algo más subterráneas y su aproximación a un secreto cósmico que él intuyó como tal desde un principio, terminó de transformarlo. Solía tener percepciones inusuales acerca de la gente, tan certeras como inconvenientes, porque ser más lúcido que otros puede derivar, a veces, en muy mal negocio. Sin embargo en la noche del domingo la situación se había disparado hacia zonas no cartografiadas por su natural habilidad, mares más allá de la misma turbulencia que se lo llevaron puesto. Porque se había acercado como una polilla ignorante del peligro a incandescencias para las cuales no estaba preparado. ¡Ah, la curiosidad!… siempre matando gatos sin que se le sustancie condena.
Haciendo memoria, el chico recordaba haberla visto por primera vez en la peatonal mientras hacía música “a la gorra” con su Les Paul: ella se había detenido a escucharlo. Pero ése no había sido el primero de sus encuentros, rememoró. Esta mujer se había hecho presente en varios de sus sueños, espaciadamente, como una recurrente película muda en la que se escondían pistas esquivas. Y fue ese domingo cuando unió las piezas.



No se trataba de una hembra de belleza descomunal pero, claramente, exudaba atracción hipnótica, un misterio de tipo adictivo. Su apariencia anclaba definitivamente en estéticas pretéritas, horizontes que campeaban por patrias borrosas, existentes vaya a saberse dónde y en qué tiempos. 
Cuando la encontró por segunda vez en el local donde le dejaban zapar, supo que no se trataba de casualidad. En una mesa lejana, en la semi-penumbra, ella se singularizaba con sus pelos irregulares y azules cubriéndole gran parte del rostro, los anteojos redondos a lo Lennon, su vestimenta de heroína metalera de Final Fantasy, en síntesis, un look de imposibilidad de historieta hecho cuerpo presente en el salón. Por eso creyó entrever que ella lo estaba buscando y sintió un dejo de aprensión y regocijo contradictorios. Aunque no dejaba de resultar gratificante que al menos alguien se interesaba por él en esa noche de desconsuelo en la que trataba de olvidar cómo lo había pateado ignominiosamente su novia. Le habían roto el corazón hacía poco y no podía juntar los pedazos estallados por la ciudad. Cualquier compañía, cualquiera, sería un bálsamo para esa sensación de manoseo de la que no podía desprenderse.
Pero apenas tomó esa noche el instrumento sintió un calor inusual en el pecho, una brasa hundiéndosele candente en el corazón e instintivamente apretujó con una mano ese trocito de remera hirviente, como si eso calmara el escozor. Y tras ello, miró a la extraña como pidiendo excusas por esta desprolijidad de comienzo de show. Ella, no movió ni una pestaña, permaneciendo en actitud de público exigente, atenta, sin revelar ninguna clase de empatía. Y esta indiferencia lo acicateó, decidiéndolo a impresionarla y a sobrepasar ese breve malestar que luego finalmente se desvaneció.
Como era la única respetuosa - el resto de los parroquianos hacían cualquier cosa menos prestarle atención -, tocaría exclusivamente para ella, se prometió. Pese a la clara diferencia de edad le estimulaba que una mujer de tal peculiaridad viniese a su encuentro en esa noche desencantada. Esa madrugada necesitaba una amante, una amiga o una confidente. Y se propuso trabajar en eso.
Al segundo tema que emprendió, escuchó flotando en el aire una segunda guitarra acompañándolo por unos breves minutos. Su guitarra… había hablado con otra y, sin embargo, no era posible porque no divisaba ningún otro instrumento en la sala. Pero sí, sucedía. Entonces lanzó un riff distorsionado de su propia cosecha para constatar si quien estaba tocando tenía la posibilidad de seguirlo. La otra viola respondió solvente, incluso superándolo.
Miró a su alrededor y nadie parecía percatarse de nada. Miró a la mujer y descubrió una luz rojiza pulsando en el medio de su tórax y un halo evanescente y multicolor evaporándose de ella, coincidente con cada acorde de esa otra guitarra misteriosa. La música salía de ese corazón extraordinario y vocalizante y nadie parecía percibir este hecho anormal salvo él, quizás por ser desde la infancia, cuasi autista y sinestésico, condición que le permitía ver color en un sonido y viceversa. A decir verdad, tardó años en sobrellevar esa avalancha sensorial porque era como si desde niño alguien lo hubiese abandonado en un local de jueguitos electrónicos lleno de plugs, bocinas, pitidos y sirenas, en medio de luces de neón constantes y diversas, un caos que le llevó mucho tiempo aprender a soportar.
Consciente entonces de que nadie constataría este juego a dúo se liberó de toda convención y comenzó a tirar rasguños, bucles, vuelcos, haciendo llorar a su Gibson por todas las miserias del mundo, preso de una competencia con ese otro instrumento anormal que estaba ahí nomás, a metros, provocándolo. Imaginó, entonces,  los sonidos de comarcas imposibles inmersas en guerras de fin de mundo. Compuso temas para sus ejércitos de fronteras y con su Les Paul ganó todas las batallas de un planeta sediento de belleza tras el infierno que él mismo había desatado. Concibió leyendas y las llevó a sus manos y ellas, obedientes, a su guitarra, poseído por la ternura y la furia en dosis parejas. Tocó una hora (jamás lo hacía por tanto tiempo, máxime que la recaudación, también “a la gorra”, solía ser misérrima). Y cuando terminó y bajó de su trance, se dio cuenta de que la gente del pub había quedado extática, arrojada involuntariamente a otra dimensión. Y que el dueño del local estrenaba cara de pocos amigos: el pibe le había arruinado, con tanta densidad, una noche de superficialidades más redituables. Como un nene pillado en falta, largó la viola disimuladamente y se fue derecho a la mesa de su musa, destruido por el esfuerzo pero muy satisfecho de sí.

-        Quién sos - preguntó, mientras se sentaba sin invitación.

No era una interrogación propiamente dicha sino un cierto tipo de afirmación, una sospecha y fue enunciada en clave de arrogancia, como lo haría un jugador increpando a su contendiente. Conocía de sobra que algunas cosas inexplicables así deben quedar pero decidió que ésta no era una de ellas.
La mujer deslizó un poco sus lentes para verlo y, sonriendo, sacó de su largo saco de cuero hasta los pies, un anotador y una finísima lapicera que brillaba con destellos de joya carísima. Entonces escribió algo y dio vuelta el block hasta ponerlo contra el pecho del chico que leyó una única frase en el papel:

“¿Realmente estás dispuesto a saber quién soy?”

Por breves segundos el muchacho le estudió el rostro, intrigado. Facciones de estampa, simetrías perfectas escondidas tras un revoltijo de pelo estudiadamente desordenado. Y una cierta ferocidad encubierta tras esa expresión de suficiencia. Alarmado, comprendió que no lograba reprimir una vocación de proximidad autómata hacia esa boca silente y sensual, probable encarnación de una trampa mortal. Y por sentirse sorpresivamente incómodo ante su propia vulnerabilidad,  se repuso y atacó el nudo de su preocupación.




-        ¿Solo yo puedo percibirte?

La mujer hizo un paneo rápido por todos los presentes y volvió a mirarlo, divertida. Unos pequeños y apenas visibles pliegues que denotaban sabiduría enmarcaron aquellos ojos que él no olvidaría jamás. Su mirada era profunda, atemporal, una mirada que remitía a mucho y a nada a la vez. Sin saber cómo ni por qué, se le cruzaron imágenes de tiempos de combates y cruzados. Y la verdad es que esos ojos habrían podido expresarse por sí solos prescindiendo de toda materialidad intermediaria, tan intensos eran.  Pero ella apelaba una y otra vez a lo escrito, plasmando lo que él ya adivinaba.

“Sólo puede oírme quien yo elija”, leyó el chico.

De paria social a elegido. No era mala transición, pensó.  Así que continuó con su indagación algo más sosegado, entregado sin reservas a un territorio inverosímil que le era conocido desde la niñez.

-        ¿Y por qué elegiste tocar conmigo? – preguntó, sospechando de su propia cordura por estar naturalizando algo tan irregular.

“No, no enloqueciste, tranquilizáte. Simplemente sos infinitamente más sensible que los demás. Yo apunto a ese tipo de gente”, escribió la mujer en ese block frenético que iba en un sentido y otro de la mesa, sin respiro, ya que ella garabateaba con una rapidez que denotaba mucha práctica en esa forma de comunicar.

El pibe se levantó de un salto. ¿Ella leía sus pensamientos? Pero luego volvió a sentarse, estaba demasiado interesado en llegar al final del asunto.

-        También leés mi mente – le dijo.

“Para nada, como vos, soy intuitiva. Sencillamente encuentro tus ideas a mitad de camino y las recojo, no hay magia en eso”, escribió.

-        No podés hablar, evidentemente, pero tu cuerpo exhala música, tu cuerpo puede imitar los sonidos de una guitarra. 

Ella hizo un leve gesto de desagrado y transcribió una contundente respuesta:

“Yo jamás imito”.



E inmediatamente su corazón soltó una serie de acordes experimentales que deslumbraron al chico. Porque eran la fase siguiente – aún no transcripta en pentagrama siquiera – de un tema que él mismo apenas comenzaba a esbozar en su cerebro. El chico recordó cuántas veces la había soñado y dudó, avergonzado, de su últimas inspiraciones musicales ¿Quién diablos era esta mujer?

-        ¿No vas a decirme tu nombre? – insistió nuevamente, inquieto.

“Me llamo como vos quieras nombrarme, así ha sido siempre”, se leyó en el papel.

-        Mirá, como te llames o te llamen – le dijo ya impaciente -  la verdad es que fue interesante seguirte el tren pero no dispongo de tiempo ni de ganas para perderme en ambigüedades y ahora realmente tengo que irme porque me están esperando – terminó, con cierto fastidio, porque la noche avanzaba y su deseo de compañía chocaba con esta mecánica de acertijos en papel.

“Nadie te espera y ambos lo sabemos”, le descerrajó la veloz escriba.

Cartón lleno.  El muchacho se levantó, tomó sus cosas y ya estaba a mitad de la calle cuando escuchó tras de sí un tema de Hendrix tan bien ejecutado que erizaba los pelos.



Se dio vuelta y en el medio del empedrado estaba ella, envuelta en haces que se tensaban y explotaban, como una potencia de la misma Tierra, lanzando la melodía del infortunado negro hacia todas las estrellas. Su energía, doblemente electrificada, arrasaba cualquier forma, cualquier piel y demandaba la compañía urgente de otro poeta de las cuerdas.
Cuando llegó al último tramo del larguísimo …… (tema de Hendrix), su cuerpo se contrajo en un espasmo y cayó abruptamente sobre los adoquines. Su figura ahora inmóvil semejaba un claroscuro cuidadosamente pintado en los suelos.  Su abrigo negrísimo en abanico, enmarcándola. Las tachas de su pechera relucientes en esta madrugada irreal. La luna que centelleaba por todos los azules de sus cabellos. Sombras y luces, como púlsares, titilando en el barrio de los insomnes. En su mente, la mujer se le apareció como un extraordinario pájaro protegiéndose con sus alas de noche negra. Y cuando ella por fin despertó del desmayo, el chico se agachó y le dijo tan sólo:

-        Me rindo. Que se haga tu voluntad.

Juntos caminaron hasta un pequeño pasaje de San Telmo donde evidentemente ella vivía. Una casona que bien podría haber pasado por una propiedad ocupada ilegalmente, dado el grado de descuido en el que estaba sumergida. Cuando llegaron, su primera impresión fue chocante: todas las paredes estaban completamente escritas. Los grafitis se agolpaban unos sobre otros. Los había de todo tipo. Mayormente, trágicos. La soledad se materializaba crispada en esa casa. Esta mujer no tenía un don, concluyó el muchacho, sino que era presa de una evidente maldición.

-        ¿Vos hacías música, verdad? – le dijo el pibe, sin dejar de mirar el pandemónium de escritos.

“Sí”, garrapateó ella sobre una pared vejada por anteriores letras.

-        ¿Eras buena?

“La mejor en cada uno de mis tiempos”, escribió la mano experta.

-        Flaca, perdonáme, pero no hubo una violera verdaderamente legendaria jamás.

“Aún no comprendés. Fui una con los mejores.”

-        Y si compartiste con ellos la gloria, como decís… ¿por qué no escuché de vos?  Digo, es raro, debería haberse colado alguna leyenda sobre alguien así - razonó el pibe.

Lo miró enternecida. Le costaría algo de trabajo hacerle entender de qué se trataba esto. Siempre pasaba así. Solo que sus tiempos y paciencias ya no eran los de antes y su proverbial encanto físico también había mermado impidiéndole apurar epidermis rebeldes porque hacía mucho que vivía en ese cuerpo. Por eso se apaciguó y emprendió una explicación para ese muchacho hermoso y pobre que ahora la tentaba. Desde su detección, se había fascinado por ese mocoso dramático e infeliz, dueño de un destino que solo ella podía reconocer. Ansiaba ser la contención y a la vez la pasión de esa criatura de ojos pardos; un ser que a su cuidado podría llevarse puestas multitudes. Entonces, haciendo un esfuerzo porque estaba realmente debilitada, escribió:

“Yo no aprendí de otros, yo fui quien les enseñó todo lo que supieron de sí mismos. Y fue la entrega total de su amor la que logró que consiguiera un trato justo para ellos. Yo garanticé la intensidad y extrañeza de sus sonidos mientras duraron sus cortas vidas. Porque el arte sublime es fulminante. Te quema ¿sabés? Fui yo quien los llevó a la fama, pegada a sus cuerpos como una siamesa. Fui yo quien traduje las preguntas surgidas de su interior, en música. Porque lo que tenían dentro era inmenso, gigantesco. Debía ayudarlos a aprender a manejar su propio fuego, a no incinerarse por dentro. Y ellos, con su último suspiro, me prestaron  por un tiempo esta humanidad con la que migro de tiempo en tiempo y con la hoy me presento a vos. Un acuerdo justo, repito. Entre ellos y un viejo amigo mío. Te lo dije, yo no imito, yo soy, si me lo propongo, el instrumento más preciado de la Tierra”.

El chico se alejó un poco como para poner distancia y ordenar ideas.                                                                                         

-        ¿Me estás diciendo que fuiste la guitarra de Hendrix? – y empezó a reírse, tiritando. A esta altura volvía a temer por su cordura.




“Tu razonamiento es correcto. Fui muchas cosas, entre ellas, ésta que venís de descubrir” – escribió con las últimas energías.

-        ¿Y la Lucille de BBKing… también es otra…?

“No, ese viejo pillo no transó jamás; la suya fue solo un artefacto hecho por hombres”.

-        Muy bien – replicó el pibe – digamos que hacés un pacto conmigo y te convertís en mi inseparable instrumento. ¿qué obtengo concretamente? ¿la destreza de Vaughan o de algún otro guitarrista extinto?

“No, rotundamente no –  ah! este chiquito era duro como el ébano -. Vos serías el grado más superlativo de tu propio genio. Y juntos elevaríamos nuevamente la música un paso más allá”.

Sentía una fatiga de centurias. Y la mención a Vaughan la había inundado de nostalgia y pesar. Pero antes no le costaba tanto trabajo llegar a un trato. Con los años había empezado a comprender los límites de la psicología humana y empezaba a notar que el envejecimiento de este cuerpo prestado, el último, la limitaba. En el pasado, su extraordinaria presencia había embaucado a los más primitivos de sus amores, aquéllos que deseaban inicialmente de ella nada más que sexo de otra galaxia. Humanos que, tras el deseo cumplido, habían caído cautivos de su magnetismo llegando a la locura misma de firmar su común destino de esposos hasta el fin.




El pibe estuvo media hora mirándola sin decir una palabra, analizando dónde se encontraba y con quién. Y ella respetó su silencio. Un acuerdo es algo serio, no debe apurarse. El muchacho era un premio seguro, ya había constatado su talento maridando ambos fuegos.
Cuando el chico se sintió más sereno,  se levantó diciendo:

-    Te agradezco, flaca, pero… paso.

Su cerebro había trabajado urgente cada una de las posibilidades y tangentes, enumerándolas.
Como si hiciera una travesía relámpago por sus rutinas, se vio haciendo, guitarra al hombro, una paciente fila en la feria barrial para llevarse algo de queso y pan en oferta, la única dieta que podía costear su presupuesto. Sobrevoló la incomodidad de vivir de prestado, molestando, en el  fondo de la casa de tía Olga, su única pariente en la ciudad; el laburo apenas temporario en la empresa de un amigo de otro tío; la imposibilidad de salirse del circuito mendicante de la peatonal o el pub mugriento;  la tristeza de sus ropas gastadas sin fantasía de reposición. E imaginó cómo serían los próximos diez años, de continuar estas carencias. En contraposición, esta mujer le proponía un ascenso vertiginoso. El dinero que nunca más le faltaría. La implosión de su arte lavando todas las privaciones anteriores. El mundo entero a sus pies, viajes, viajes y más viajes.
Y lo más importante, su esencia de creador saliendo a luz ante miles de personas. Nunca más la inseguridad. De ahora en más, sólo osadía y aplausos. Sería un príncipe y le seguirían séquitos. La desventaja de esta propuesta, una sola: una exclusiva y controversial acompañante en su breve y apoteósica grandeza. Ser reducido a pertenencia de su propio objeto, a la postre, su captor. Porque estaba ante una prodigiosa cosa o entidad – no podía precisar qué -  con la espeluznante potestad de amarlo y matarlo con fecha de vencimiento. Por eso repitió:

 -  Flaca, en serio, gracias, pero me voy.



A través de la ventana ella lo vio tomar la calle Balcarce y evaporarse en su anonimato. El joven que entrara a su casa ahora era un hombre. Y se derrumbó, vencida, en un rincón. Había perdido su última oportunidad ya que intuía que nunca más se enamoraría ni construiría epopeyas. Lo que le estaba sucediendo no haría sino repetirse una y otra vez, de seguir insistiendo. Estaba agotada. Ser intermitentemente mortal la había traspasado de muchas formas. Algunas de ellas indeseadas, como el dolor y la melancolía, sentimientos con los que no podía lidiar.
Cuando la puerta se cerró tras su imposible consorte, supo que le esperaría un destino de ostracismo en ese caserón, un limbo inadmisible hasta para ella, pura dualidad e hibridez maldita.
Comprendió que había llegado la hora de tomar partido y de recuperar su autonomía. Realmente había experimentado el amor humano y quería perpetuar ese recuerdo sagrado, antes de desintegrarse. Por eso se encaminó, resuelta, hacia una de las habitaciones en busca de ese otro objeto   celosamente guardado bajo llave. Un viejo y punzante hierro, la prenda superviviente de una traición. Una daga para matar dragones. Y la hundió en su corazón mientras éste era aún mortal, con rapidez, para evitar la intervención de su Jefe que no gustaba de esta clase de finales. Porque estaba rompiendo su propio pacto con quien le extrajera del viejo y herido órgano animal, la afrenta de un guerrero.
Todos estos años había sido su propio corazón ardiente,  rescatado del primero y más fantástico  de sus cuerpos, el migrante entre las distintas formas de ser. Por eso cortó el ciclo de engaños liberando su fuego original y su memoria en el viento, el que se desató colosal por todo el barrio de San Telmo.
Y mientras se desmaterializaba liberando esa torturada alma, bramó con su antigua y primigenia voz, ahora recuperada. Por un segundo recordó sus fantásticas alas, sus gloriosas zarpas, su mirada cenital escudriñando desde altura las planicies, todas y cada una de sus batallas como guardiana de los cielos de la antigüedad.
Esa madrugada, Jorge Santos caminó hasta agotarse y durmió apenas dos horas. En la empresa, a la mañana siguiente, lo miraron con recelo ni bien entró. Pero ya no le preocupaban los prejuicios de esa gente. Se sentía piadoso. Y heroico.  Y porque se sentía más vivo que nunca olvidó, incluso, sus penurias. Nada de su vida anterior tenía ya trascendencia. Importaba el hoy. El sol acariciaba benéfico los vidrios de la oficina y le hacía entrecerrar los ojos enrojecidos. Pero era hermoso contemplarlo, quemarse lenta y gradualmente bajo ese otro calor. Tenía toda una larga vida para hacerlo. Y dio gracias por ser él mismo, por poco o mucho que esto significase.

Autora: Claudia Serra