El escritor y su gato compartiendo soledades

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Los infiernos del escritor

miércoles, 8 de noviembre de 2017

Maestros del Blues. Ghost Town Blues Band. Javier “Paco” Miró nos invita este fin de semana al Delta del Mississippi... y el absurdo Imperio de lo inútil...


Por Javier "Paco" Miró









Llenos de historias, nacidos y criados en Memphis, con un ojo hacia el futuro, la banda de la ciudad fantasma representa los mejores aspectos de blues contemporáneo y convencional. Una emocionante mezcla que une al Mississippi del norte, estilo de Nueva Orleans y un enfoque de los Allman Brothers con sesiones de improvisación, la Ghost Town Blues Band tiene algo que ofrecer a cualquiera que tenga un aprecio para la música tradicional del sur. 



La banda cuenta con una gama única de instrumentos, incluyendo órgano, guitarras de caja de cigarro, armónicas, escobas eléctricas y un montón de vientos y percusión. En 2014, lanzaron su tercer álbum, “Duro camino a la azada”, que es un pilar de las raíces de la música blues. Fueron varias veces nominados para el premio a la mejor banda de Blues, el Blast Blues Music Awards. Sus giras por los Estados Unidos y Canadá, incrementan sin dudas su bien ganada y merecido prestigio. Por caso en 2016 fueron la sensación del Festival de Montreal.



Preston McEwen detrás de la batería y Matt Karner en la guitarra baja son una sección de ritmo que castiga detrás de multinstrumentalista y vocalista Matt Isbell, empresa que puede llevar adelante con una guitarra  rústica como con una voz estilo Dr. John. La banda se completa con la adición del trombonista Suavo Jones, Jeremy Powell en llaves y Taylor Orr en la guitarra.




El inútil imperio de los Lamelza

No sos vos soy yo, le confesó el espejo al sentido común de Claudio Lamelza evitando así que éste, con su iracundia, lo pulverizara en miles de astillas. Con esta cita simple y vulgar, completa de falsedad e hipocresía, la imagen logró imponer sus condiciones y continuar sobreviviendo. El combustible para tan exigua ambición era darle al soberbio la versión que más cautivase a sus oídos, ni siquiera debía molestarse por indagar en el campo del intelecto, de este modo la realidad de Claudio Lamelza quedaba preservada y subsumida por una suerte de sombría manipulación asimétrica.
Hacía siglo y medio que el pretérito espejo andaluz viajaba junto al clan de los Lamelza. César Lamelza, chozno de Claudio, lo había robado cuando sus tiempos de tahúr en los suburbios de Aljeciras, Málaga, y digo bien, ya que el hombre se ganaba la vida como timador, siendo un profesional en la asignatura jugaba con la ventaja que facilita la destreza para el engaño y la impunidad que otorga la ignorancia ajena. En cierta ocasión, y luego de ser retado por un Coronel de la Guardia Real y temeroso que el militar expusiera sus enojos de perdedor violentamente, decidió optar por moderar sus ambiciones lúdicas y más allá de los duros obtenidos le solicitó, apenas como tesoro y saldo de partida, un espejo que moraba sin ningún tipo de lucimiento en un tabique apartado de su mansión, pieza que lo había cautivado a primera vista. El espejo, según el militar, era de origen moro, y fue propiedad del primer señor de la Taifa de Algeciras, el califa Al-Qasim Al- Mamud, quien gobernó el reino a comienzos del segundo milenio de la era cristiana. La leyenda familiar asegura que el Oficial no puso ninguna objeción advirtiéndole, al por entonces joven César, que aceptaba la solicitud solo con la condición de que por ninguna razón le fuera devuelto. Así como el muchacho Lamelza era un hábil y promiscuo tahúr, el militar era igual de ducho en las artes del fraude a la hora de pagar las cuentas. El espejo no resultaba ser un elemento valioso por incluir virtuosismo a pesar de su singular belleza, sino un objeto perverso por sus indescifrables hechizos. Alguna vez el abuelo de Claudio y bisnieto de César, de nombre Augusto, le confesó que el timador de la prole se fue de este mundo muy satisfecho por sus proezas sin saber que había sido víctima de un embustero superior cuyo objetivo era deshacerse de tan cruel accesorio y como consecuencia condenar durante varias generaciones o por lo que el tiempo determine a la familia de quien deseara engañarlo para luego revertir la tendencia. Acaso por este último inciso Claudio entendió que nadie en la familia deseó jamás desprenderse de tamaño guiño esperanzador.

Bajo el espejo andaluz y sobre una repisa de mármol descansaba en soledad otro de los particulares fetiches que por compromiso heráldico coleccionaba Claudio Lamelza. Se trataba del único legado material que le había dejado a la familia su bisabuelo Marco Lamelza, marino mercante en su juventud hasta que formó familia. Como vocacional amante de la libertad solía pasar apenas dos meses en tierra firme, durante el resto del año el Mediterráneo y sus ciudades-puerto eran el hogar.
De una de ellas, más precisamente Kotor, pequeño puerto montenegrino bañado por las aguas del Adriático, obtuvo como recompensa, por parte de un ilusionista y mago esloveno llamado Bogomir Loncar, al cual había salvado de un atraco callejero, un portarretratos de origen Cátaro, secta cristiana considerada hereje que durante el siglo XIII había logrado cierto desarrollo territorial. Dicho cerco de fina cerámica dálmata, cuya característica cardinal era hacer olvidar inmediatamente a la imagen que en él se colocaba, moraba sobre la mesada, vació desde luego, debido a que la lógica de su nacimiento contradecía de manera taxativa la impronta de su hechizo. A tal punto era la fortaleza de tal sortilegio que a Claudio se le hacía imposible recordar si ese portarretratos, en alguna ocasión, cumplió con la función para la cual había sido creado. Cuentan los voceros de la familia que el mago esloveno fue el autor de tamaña jactancia profesional para favor de su salvador, de manera que éste lo utilizara como arma de defensa.

Bajo el angosto front de mármol, el mismo en donde descansaba en soledad el portarretratos dálmata del olvido y que era escoltado por el espejo andaluz del sentido común que siempre daba la razón, se hallaba un recipiente de cobre cuyo brillo hacía imposible sostenerle la mirada. Desde cualquier ángulo estaba asegurada la ceguera, su encandilamiento era terminal, amén de contar con la protección de un eximio par de cristales oscuros, preferentemente las prestigiosas gafas italianas polarizadas Persol, accesorio que a pesar de su probaba eficiencia menguaba de manera relativa los efectos demoníacos. Todo daba a entender, según le contó su padre Lucio Lamelza, que se trataba de un ancestral orinal francés del siglo XVIII que su bisabuelo y en consecuencia tatarabuelo de Claudio, Flavio Lamelza, había adquirido a precio vil, debido a que no se presentaron oferentes en un remate que se celebró para el centenario de la Patria en una de las viejas casonas porteñas propiedad de la aristocrática familia Guerrero, clan por entonces caído en desgracia debido a la tragedia de la que fue objeto una de sus más notorias integrantes, la bella e histriónica Felicitas Guerrero de Álzaga, asesinada por su amante Enrique Ocampo en enero de 1872. La pieza que también podía hacer las veces de escupidera oficiaba en este caso, con limitaciones, como objeto decorativo, debido a su capacidad para encandilar, incluso varias veces Claudio estuvo tentado para ponerse en contacto con el museo de los orinales ubicado en Ciudad Rodrigo, Salamanca, España. Cuenta la leyenda que nunca jamás ese orinal fue rozado por humores de ninguna clase, según afirmó Flavio Lamelza en su lecho de agonía, su creador se esforzó tanto para diseñarlo y desarrollarlo que veía un despropósito utilizarlo para tan bajos fines, de manera que le incluyó una suerte de alquimia a modo de impedimento. 

Claudio estaba seguro que había llegado el momento para deshacerse de todos aquellos artilugios maléficos que sus antecesores, migrantes y no migrantes, atesoraron cual si fueran piezas de colección bajo historias ciertamente muy poco creíbles. Pensó en César, en Flavio, en Marco, en Augusto y en su padre Lucio y pensó en sí mismo y en la continuidad de la dinastía. Su pequeño hijo Constantino estaba destinado a cambiar ese banal determinismo heráldico. Debido a ello se colocó las gafas italianas, tomó el virgen orinal del siglo XVIII y lo introdujo sobre la pira de madera embebida con gasolina, fogata edificada en el interior de su hogar a leña. Luego hizo lo propio con el espejo andaluz del sentido común y con el portarretratos del olvido. Minutos después encendió la hoguera. Detrás de él, su hermano Nerón, recostado bajo la penumbra, en el sillón del cinismo, improvisaba y recitaba versos de mala poesía en voz alta, sabiendo que en esta ocasión nadie se atrevería a responsabilizarlo por el magno incendio que se estaba gestando…