El escritor y su gato compartiendo soledades

El escritor y su gato compartiendo soledades
Los infiernos del escritor

sábado, 5 de agosto de 2017

Maestros del Blues. Matt Schofield, el Curcu Pomares y un viejo triciclo de carga Laponia


Virtuoso guitarrista y cantautor británico de blues nacido el 21 de agosto de 1977 en Manchester. A pesar de ser muy joven ya es una leyenda del género en las islas ya que es considerado uno de los mejores diez guitarristas de su historia. Se reconoce muy influenciado por BB King, Albert Collins, SR Vaughan y Clapton.

Discografía propia

·                    The Trio, Live (2004)
·                    Live at the Jazz Café (2005)
·                    Siftin’ Thru Ashes (2005)
·                    Ear to the Ground (2007)
·                    Heads,Tails & Aces (2009)
·                    Anything But Time (2011)
·                    Far As I Can See (2014)


Como productor y o acompañante posee una decena de trabajos adicionales.. 



El Curcu Pomares y el triciclo de reparto 

Finalmente el Curcu pagó por su obsesión. Aunque no le salió caro, apenas su vida. Parcela que para él no parecía ostentar un valor extraordinario ya que sacando su persona, a nadie le importaba, y todos sabemos que en estos tiempos en donde el mercado impera, lo que no tiene demanda no cotiza, y lo cierto era que la vida del Curcu Pomares no figuraba en la tabla valorativa de absolutamente nadie. No había quién lo demandara por sus ausencias, y menos quién le ofertare compañía, sendos eventos que disfrutaba con suma holgazanería. Pero era lo único que tenía para convidar, de manera que aún enfermo y desprolijo se dijo para sí, allá vamos. Para despejar prematuras incógnitas debemos aclarar que el Curcu no era un devoto de la inmolación, apreciaba la heroicidad pero siempre que no comprometiese sus culitos de ginebra, de media mañana y del crepúsculo, en el boliche de Correa, bodegón de vituperables traza e higiene ubicado en la ochava opuesta y en diagonal al almacén del viejo Krubescu, un rumano ciertamente siniestro, hosco y descortés, del cual poco se sabía ya que había llegado al pueblo, en soledad, entre gallos y medianoches poniéndose en menos de una semana tamaño comercio, mercadito que para mal del vecindario era el más surtido y barato de la aldea.
Algo no le cerraba al Curcu de este inmigrante dacio de mirada entre paréntesis y fidedigna honestidad comercial, a tal punto que la curiosidad pudo más comenzando a bocetar a mano alzada el dibujo de un pretexto sólido y creíble que le permitiese acercarse sin que el hombre desconfíe sobre segundas intenciones. Desde la mesa que daba a uno de los ventanales del boliche el Curcu podía observar todo el movimiento del mercadito, tomar apuntes y señalar aquello, a su criterio, perfectible. Sospechaba que el único tema de interés para el rumano debía ser su negocio, de modo que no se distrajo en otros expedientes. Espíritu empecinado el del Curcu. Luego de veinte días de observación y dos libretas de apuntes completas en tesis elaboradas y cronopios, no alcanzó a refinar su astucia para poder detectar alguna excusa de valor que le posibilitara interrumpir ese sesgo anacoreta que guardaba para sí el silente vecino Krubescu. No causaba espanto, ciertamente imponía un respeto superior, extraño en la aldea, tan exótico como su origen, debido a ello, ingresar a sus infiernos era todo un dilema. Esos notorios indicios no amedrentaron en lo absoluto el espíritu inflexivo e insistente del Curcu, de manera que como el rechazo ya lo tenía asegurado fue sin mediar prevenciones a irrumpir al rumano con una propuesta en donde se ofrecía como prenda de amistad y prosperidad comercial.
Cierta noche de invierno lo esperó a la hora del cierre. Krubescu solía bajar la metálica americana a las nueve y media para dar definitivamente las hurras del día luego de que el último cliente saliera del local. En ese momento reforzaba las cancelas y corría los cortinados de manera nada, sobre lo que ocurriese en el interior, se viera desde la nocturnidad exterior. No había habitante en la aldea que en ese momento desconociera que el rumano estaba realizando el arqueo del día para religiosamente guardar el dinero en lugar seguro, acaso llevar una parte importante a su casa, vivienda distante tres veredas. La seguridad era un tema menor y sin relieve para él, por cuanto el comercio era lindero a la comisaría por los fondos en tanto descartaba cualquier tipo de tropelía. Si tal cosa ocurría todas las miradas caerían de forma irremediable sobre el personal policial.
-        Señor Krubescu, cómo le va, lo incomodo si le comento algo, creo que le puede llegar a interesar – requirió el Curcu –
-        Buenas noches. ¿Le parece qué es hora? – respondió el rumano, con su habitual media lengua dacia y algo molesto -
-        Pero usted está todo el día ocupado en el mercado, incluso los domingos, no tengo muchas alternativas.
-        Y usted hace casi un mes que se la pasa, mañana y tarde, observándome desde el boliche de Correa. ¿De qué vive me preguntaba por estos días? No se preocupe, no responda, ya me dijeron que no es de peligro y que suele aprovechar bien las changas cuando las épocas de siembra y cosecha. ¿Cenó? – finalizó Krubescu -
-        No todavía, en realidad no suelo hacerlo, la noche y la soledad no son buenas compañeras de mesa – sentenció el Curcu –
-        Vamos, venga y acompáñeme si no tiene otro programa, me quedaron más de dos raciones de ropa vieja del mediodía.
-        Faltaba más, será un placer – respondió el Curcu con un marcado rictus de estupor -
-        Esperé un momento, voy a buscar una botella, mejor dos, de un Tannat edición limitada que recibí directamente desde Canelones, Uruguay. Será una buena oportunidad para probarlo y obtener una opinión adicional a la que pueda dar mi paladar. No se asuste, estoy enterado lo que se fabula y se dice con respecto a mi persona. Mañana, confírmeles la hipótesis, dígale a todos que es cierto, que soy un ogro, es una muy agradable y eficiente manera de ser discriminado y a la vez rendirle homenaje a mi soledad.
Veinte minutos después estaban cenando en la cocina de la pequeña casa colonial, morada de Krubescu, inmueble que alquilaba desde hacía media década, y que más allá de poder adquirirlo sin necesidad de tener que afrontar ningún problema financiero, prefería no hacerlo y rentarlo por razones humanitarias. La propietaria era una señora octogenaria, con dos hijos tan voraces como irresponsables. El rumano suponía que si le compraba la casa a la dueña ese monto le sería saqueado al instante por los dos malvivientes terminando sus días en soledad en un oscuro frontispicio para gerontes. Con este formato ella manejaba su mensualidad más la pensión por viudez con serena autarquía. Los hijos no se acercaban nomás que para las formalidades familiares y una vez por mes se embellecía para recibir al hombre confiable y apocado que le administraba con orden y cuidado su vida.  Ella era la única en el pueblo que conocía perfectamente quién era ese rumano ermitaño al que todos recelaban.
-        Pero dejemos un momento lo mío de lado – exigió el dacio -, quiero escuchar lo que vino a proponerme.
-        Mire Krubescu. En estos días de observación pude comprobar que usted y su mercado requieren de un alivio en la tarea. Trabajar con menos presión y sin tanta congestión dentro del local. Y creo que yo lo puedo ayudar en eso sin que usted resigne un peso de rentabilidad y al mismo tiempo poder ganarme la vida de manera honesta teniendo ingresos regulares. Por mi parte pongo a disposición de su comercio mi viejo triciclo de reparto, única herencia recibida, y estas dos buenas piernas para llevar pedidos a domicilio. Usted no le añadiría ni un centavo por el servicio al monto global de la cuenta, mi ganancia estaría en la buena voluntad del cliente. Bajo esas circunstancias le puedo asegurar que la propina superaría holgadamente cualquier adicional. Además podría llevar hasta tres pedidos por viaje. Creo que usted, por entonces, aún no estaba en la aldea, mi papá lo utilizaba en primavera, verano y parte del otoño para vender helados Laponia y en invierno metía en la caja varios termos de café para luego aprovechar cualquier circunstancia de agrupamiento callejero popular y  pasear con su oferta entre la multitud: Procesiones, partidos de fútbol, misas, mitins políticos, carreras cuadreras, kermeses, son algunos de los eventos  que recuerdo. Usted me dirá si continúo.
-        Siga por favor, que aún no hemos abierto la segunda botella de vino.
-        De todas maneras la debo acondicionar un poco debido a que todavía conserva la iconografía de aquellos años. Aún recuerdo su fervorosa arenga publicitaria, cantito que lo dejaba afónico hasta que mi vieja, a la tardecita, le preparaba una sopera ración de leche con miel: “Helao, helao. Helao tacita palito bombón crema chocolate helaoooo”. Siempre quise continuar el legado de mi viejo, pero la modernidad y el vértigo nos sacaron de circulación, a mí y al triciclo. Eso del delivery, creo que así se dice, ha impuesto reglas de velocidad con las cuales uno no puede competir. Pero como aquí no se trata de recibir el encargue a una determinada hora y menos a una temperatura de ingestión considero que la cosa puede funcionar. Su negocio tendría menos gente dentro del salón y tal vez hasta comercialice más artículos ya que la comodidad del no acarreo incluiría insumos que acaso se abstengan de llevar por exceso de equipaje. Hablo siempre de sus clientes de a pie. ¿Cómo lo ve?
-        Medio siglo atrás hasta lo hubiera tomado como empleado efectivo. Pero no estoy muy seguro. La calle está peligrosa, incluso aquí. Años atrás, y no le digo muchos, el entoscado regulaba bastante el entusiasmo de los automovilistas, hoy con el asfalto la aldea es una pista, sobre todo para los “niños bien” que gustan de las picadas – reflexionó Krubescu –
-        Usted deje eso por mi cuenta. Sé por dónde circular y cuáles calles o senderos evitar. Lo que es imposible de sortear es el siniestro plano inclinado ascendente de la vía y ese “uno y otro lado” que nos distingue de las grandes ciudades. En ese sentido, dentro de lo que significa no tenerlo como servicio, menos mal que hoy pasa un solo tren por día, aunque muy lento y con cereal, por suerte viene avisando desde un par de kilómetros, mínimo, lo digo debido a que los cruces peatonales son en realidad huellas que fue diseñando la gente con los años y no existe ningún tipo de advertencia segura – aseguró el Curcu -
-        Es cierto. Pero bueno, confío en sus corazonadas. Vamos a probar dos semanas, si le sirve, la exclusividad será suya, y me comprometo a que si la cosa funciona las propinas no serán su único ingreso, de acuerdo al movimiento adicionaremos alguna suma a modo de canon fijo. ¿Qué le parece? – agregó Krubescu -
-        Más a mi favor. Seguramente los días de mayor trabajo serán aquellos en donde la lluvia o el frío se hagan presentes. Yo como estrategia comercial me pondría una computadora para recibir los pedidos por correo electrónico. Usted los armaría, yo llevo y cobro. Le seguro que el triciclo es un auténtico acorazado, un blindado ligero y veloz, además no entra una gota de humedad.
-        ¿Y el teléfono? - cuestionó el rumano -
-        Descártelo. Le interrumpiría su trabajo en el local. Con el correo electrónico usted maneja los tiempos. Además no se le van a acumular a tal punto de atosigarlo. Es un pueblo de tan solo dos mil habitantes, don Krubescu.
-        Usted será entonces el que maneje la logística.
-        Lo que me deja tranquilo es que se trata de una prueba que no le saldrá un centavo.
-        Eso espero, no deseo perder capital ni clientes.
Durante las dos semanas en las cuales transcurrió el ejercicio comercial pudieron comprobar que casi todas las presunciones del Curcu se presentaban de manera textual, más allá que se añadieron imprevistos que multiplicaron sus expectativas geométricamente. Por caso el sorprendente impacto que les causó la notoria baja de clientes físicos durante los días de inestabilidad climática. De hecho el ingreso de algún parroquiano se mostró esporádico y con un nivel de compra bajo producto de la manifiesta incomodidad que significa cargar bolsas bajo esas condiciones. Al mismo tiempo, y durante esas jornadas, el triciclo de reparto y la operatoria vía correo electrónico reemplazaron literalmente lo usual y cotidiano de la atención personalizada. El usual arqueo de final del día a manos del rumano no dejaba lugar a dudas sobre el crecimiento exponencial; el cansancio del Curcu y el dolor sus piernas al final de cada jornada daban fe del asiento libro diario. No hubo necesidad de volver a litigar sobre el tema, tanto Krubescu como el Curcu arribaron a un acuerdo económico en apenas cinco minutos. Salario básico de convenio en el marco de la formalidad y un diez por ciento de las utilidades que genere cada envío, las propinas, por supuesto, eran de exclusivo gobierno del Curcu.

Le explotó el corazón, fue lo primero que afirmó el practicante al detenerse en la observación del cuerpo inerme del Curcu, a poco de arribar éste a la unidad sanitaria del pueblo, luego de ser cargado por el rumano en la parte trasera de su rastrojero. Una ahora antes y preocupado por la demora, en un ocaso exageradamente destemplado, Krubescu cerró el negocio y salió en su búsqueda ya que le llamaba mucho la atención tal circunstancia. A metros de cruzar la vía la silueta del triciclo de reparto resultaba inconfundible. Sobre ella, y a la distancia, el Curcu aparentaba estar descansando debido a que se lo podía percibir con la cabeza apoyada por sobre uno de sus brazos, y éste por encima de la cajuela en donde tenía ordenados los pedidos según su exclusiva hoja de ruta. El dinero estaba completo y conforme según los pedidos entregados, no había signos de violencia y nada hacía presumir algo por fuera de un desenlace natural. Un exceso de confianza en sus fuerzas fue la conclusión del médico de turno. El esfuerzo para subir la extensa explanada ascendente rumbo al callejero cruce del ferrocarril con un peso desmedido fue letal para el esmirriado y escasamente entrenado físico de un hombre que hizo muy poco en su vida a favor de su salud y menos aún por su tonicidad muscular. El Curcu apenas había pasado los cuarenta y cinco años pero nadie a golpe de vista podía sostener la idea. Se lo observaba como una persona muy mayor al frente de una tarea demasiado exigente. Incluso un rumor malevolente, surgido dentro del espíritu chusma del centro de jubilados de la aldea, aseguraba que el desagradable y perverso rumano Krubescu estaba aprovechándose de las necesidades de un viejo solitario, ignorante y marginal.

Algunos dicen que pocos días después de las exequias Krubescu vendió el local con la inclusión del fondo de comercio y volvió a Rumania, otros afirman que sencillamente se mudo de pueblo. La única persona que sabe la verdad, ahora indefensa, no se embellece más y está muy ocupada procurando que sus hijos no la estafen ni la internen. El triciclo de reparto, con su iconografía original, se expone detenido, sujeto con una cadena a modo de publicidad en la vereda del kiosco que Correa armó en uno de los ventanales del boliche, el mismo en donde solía asolearse el Curcu Pomares cuando la hora precisa de su culito de ginebra. Se equivocó el Curcu Pomares, nadie pregunta por la historia de tan pintoresco armatoste, porque no es necesario, todos la conocen, acaso sea el relato más narrado por los coleros, y cada uno le adiciona algo como seña personal, de hecho el nuevo propietario del mercado desde hace un año, más cordial y simpático, pero menos leal como comerciante, al enterarse de los usos y costumbres del rumano asimiló la estrategia, haciendo reparto domiciliario pero en un tricargo, una suerte de vieja motoneta con cabina cobrando un adicional de veinte pesos por el envío, independientemente de su volumen.  








 ... Gustavo Marcelo Sala