Lothar Kosse es un reconocido guitarrista, cantante, compositor y
productor alemán de música góspel nacido el 3 de septiembre de 1959.
Además de haberse graduado en la escuela de música de Hamburgo se recibió de
Arquitecto en la Universidad de Hannover. Kosse ha trabajado en muchos
proyectos musicales a lo largo de su carrera como músico y ha lanzado numerosos
álbumes en solitario, superando las dos decenas. Es particularmente
conocido en los círculos cristianos y sus canciones forman parte de la cultura
cristiana contemporánea en Alemania. Como guitarrista, arreglador, compositor y
productor, ha contribuido a más de trescientos CD.
Básicamente y más allá de su exquisita banda compuesta por Daniel Jacobi
en batería, Manuel Cabestro en teclados y Sebastián Roth en bajo, presentarse
como solista acompañado únicamente por su guitarra es su formato habitual. Desde
lo genérico se maneja entre el Rock, el Pop y el Blues.
Lecturas y acordes
Hombre de clásicos Franco. Pero que se
entienda, sus deleites y aficiones pasaban por el tamiz de la belleza ética y
estética que perdura más allá del tiempo, vale decir, lo que éste no llega a
erosionar ni a corromper. En lo absoluto renegaba de la modernidad pero tenía
la suficiente paciencia y templanza para discriminar confiando en las
herramientas de la refutación, y su eficacia, cuando de pensar y hacer se trata.
A meses de cumplir cuarenta años estaba absolutamente convencido que confiar en los encandilamientos instantáneos provoca ceguera, y que esta pérdida se traslada a todos los órdenes de la vida, más aún en el amor.
La biblioteca personal que habitaba en el
estudio de su antigua y solitaria casona de Flores Norte describía bastante
sobre su naturaleza. El arte de ser feliz de Schopenhauer, los Aforismos de
Lichtenberg, los Ensayos del Barón de Montaigne, Del Sentimiento Trágico de la Vida de Unamuno y las Meditaciones de Marco
Aurelio, descansaban en su mesa de luz a modo ayuda memoria nocturna, acaso
para finalizar su buena rutina.
Papini, Borges, Chesterton, Shakespeare,
Cervantes, Goethe, Kafka, el romanticismo inglés de los inicios del siglo XIX,
al igual que los surrealistas franceses de la primera mitad siglo XX conformaban
su batería de necesidades diarias, aunque siempre, sedimentando su estructura,
estaban el Dante y su comedia divina. Aun así no podía evitar sentirse
interpelado por cientos de autores que sin estar a la altura de su devoción
admiraba racionalmente como lector: Víctor Hugo, Wilde, Dickens, Marlowe,
Austen, Saki, Dostoievski, Tolstoi, Proust, Joyce, Dumas, Poe, Lovecraft, Cortázar,
Homero, Sófocles, Esquilo, Virgilio, Ovidio, Voltaire… Cada uno estaba
nomenclado por nacionalidad y dentro de él en los correspondientes apartados
epocales en tanto género literario.
Para el caso de los latinoamericanos conserva
un ordenamiento muy particular. Ninguno de ellos alcanzaba la universalidad,
excepto Borges desde luego, estando en un escalón inferior Cortázar, incluso
dentro del grupo había varios premios Nobel en sus vitrinas de suburbio. Si
bien con algunos mantenía dudas sobre si elevarlos al panteón de la
inmortalidad, por el momento consideraba que estaban bien en el lugar que
ocupaban. Acaso Domingo Faustino Sarmiento era el que más dudas le acarreaba;
su Facundo, más allá en estar en desacuerdo, era un libro excepcionalmente
escrito.
Sin embargo, en la praxis artística en su rol
de narrador, sus admiraciones como hombre de letras eran más modestas, no
pasaba por ninguno de ellos. Sus modelos literarios como creadores eran Arlt,
Girondo, Filloy, Olivari, Soriano, escritores que aunque los consideraba
maravillosos los observaba más al alcance de su moderada complejidad.
Su guía y docente como prosista vocacional era
su compañera de la facultad María Celeste Campos, un año menor que él, Licenciada
en Lingüística y Lexicografía perita en Letras Clásicas, titular de las
cátedras Lengua y Culturas Latinas I y II, la cual le daba una clase por semana
de tres horas con un intervalo de treinta minutos, más precisamente los viernes
por la tarde. Por su parte Franco Cuestas, Profesor de Letras, lo era de la modesta
asignatura introducción a la Gramática.
María Celeste y Franco, más allá de ser
colegas docentes eran amigos desde hacía dos décadas, momento en el cual
coincidieron con el ingreso a la facultad. Su relación estaba por encima de la
profesionalidad, acaso esas clases de apoyo literario eran el puente que
necesitaban para esos treinta minutos de intervalo semanal durante los cuales
exhibían sin complejos, culpas, ni pudores, el deseo físico y auténtico que los
vinculaba desde los tres meses de iniciada la amistad. Nunca fueron novios, sus
momentos juntos se originaban cuando la situación lo demandaba, y casi
inocentemente el amor sucedía, no era necesario exigirle más.
María Celeste estaba casada desde hacía ocho
años con Fernando Yunis, otro compañero universitario de aquellos tiempos que
luego, con las vueltas de la vida, se dedicó al negocio bursátil. Tenía dos
hijos con Fernando, Franco era padrino de Ezequiel, el mayor, responsabilidad
que cumplía con todos los honores. Tal situación para nada lo mortificaba a
pesar del amor virtuoso que sentía por su amiga, la prefería compartida antes que
perderla, cantaba Milanés…
En tanto la música, lo de Franco era la armonía
clásica y el blues. Como aficionado al saxo soprano recto encontraba en ambos
géneros el maridaje artístico que demandaba.
Luz Warton de Mendéz, concertista de
instrumentos de viento-madera, oficiaba como su profesora, la cual le daba
clases en su propio estudio todos los martes por la tarde. Ferdinand Mendéz,
esposo de Luz, de origen francés, era un afamado compositor muy respetado en
los círculos académicos, el cual relegaba los talentos de su esposa, que al no
ser menores se veía en la obligación de desarrollarlos en ámbitos más modestos.
Para ella las clases particulares era su modo de interactuar.
Franco, ochos años menor que ella, la deslumbraba
como discípulo no sin que medie entre ellos, en cada sesión, una sugestión sexual
que los ponía en los linderos del pleonasmo, dilema que resolvían con mayúscula
fogosidad.
Aún pasado el tiempo la combustión no cesaba, crecía en la misma medida que la mujer maduraba. Se habían conocido hacía casi una década en una presentación muy reservada, solo para músicos e invitados, que hiciera en Buenos Aires el eximio saxofonista Gato Barbieri aprovechando uno de los viajes relámpagos que solía hacer para visitar afectos, y que organizara la Escuela de Música de Cámara en la cual Franco era un recién iniciado aprendiz y Luz una prestigiosa docente. Sentarse en butacas vecinas y coincidir en la admiración por el artista ante cada tema fue el nexo promotor para seguir la velada en una confitería céntrica luego del recital.
El deseo de Franco de unir sus dos páginas artísticas en una sola obra se transformó en necesidad y sin que medien vergüenzas comenzó de manera cautelosa a ahondar en el texto y en la melodía, según el caso.
Mientras Luz se mostró muy
entusiasmada con los primeros detalles artísticos de la obra, apenas Franco le
bocetó la idea, imaginando una suerte de opereta en blues, le solicitó el honor
que le permitiese escoger la banda musical en donde exhibiría a los más grandes
maestros del saxo: Eric Marienthal, Dave Koz, la hermosa Candy Dulffer, Charlie
Parker, John Coltrane, Michael Brecker, Gerald Albright, Bob Berg, Jeff Coffin,
entre otros genios, en su lugar María Celeste se reveló más cautelosa habida
cuenta que conocía a Franco en la profundidad de su mirada y su léxico. Si bien
deseaba que la obra creciera a favor de la felicidad de su amigo, tanto en
intensidad como en volumen, sospechaba que su autor tenía sobre ella adiciones
que si bien no la asustaban, le molestaban por su ausencia de franqueza.
Era evidente para ella que la
inspiración de Franco estaba dada en plasmar artísticamente un trió imaginario con
sus dos amantes, lectura y acordes desconocidos personalmente entre sí, aunque
la realidad marcaba que ambas mujeres lo tenían a él como objeto de placer
ilícito y furtivo, acólito que a la hora de escoger formatos de vida quedaría a
la deriva. Tanto el agente bursátil como el afamado compositor perpetuarían por
sobre Franco, teniendo mayor entidad e intereses en la vida de ambas damas.
Por eso María Celeste no dudo en intentar reunirse con Luz, a la cual solo conocía por las revelaciones de Franco. La joven licenciada estaba aterrorizada ante la posibilidad de perder a su amigo o que en todo caso se sintiera frustrado y que esa coyuntura lo llevase a asilarse aún más de lo que estaba; conocía sobre sus extensas y profundas depresiones, más de una vez tuvo que asistirlo antes instancias extremas. El joven, cual anacoreta, y luego de cumplir con estricta constricción sus obligaciones laborales, se encerraba en su perímetro inexpugnable, no socializaba, solo ella y Luz eran los nexos con el mundo. Nunca lo vio tan endeble, tan frágil y vidrioso, lo notó arribando peligrosamente a un límite de complejo retorno.
Dos días después María Celeste se
apostó en los linderos de la Escuela de Música de Cámara luego de averiguar los
horarios de Luz. Las referencias obtenidas fueron suficientes para reconocerla
apenas bajó por las escalinatas del recoleto edificio.
-
¿Luz
Warton?, disculpe que la moleste, buenas tardes, mi nombre es María Celeste Campos
de Yunis, soy amiga de Franco Cuestas…
-
Franco
me habló de usted. No sé si es un placer conocerla, pero hace tiempo que
deseaba que este momento arribase.
-
No
la entiendo.
-
Usted
es el amor de su vida, le tengo una insana envidia. Sufro en demasía no poseer
sus atributos, esencias que me hagan digna de los sentimientos de Franco.
-
Sin
embargo yo siempre creí que usted era su musa a la hora de su persistir lúdico
y artístico -replicó María Celeste -
- Acaso
estemos delante del mejor y el más íntegro de los embusteros, hombre que
permite licenciarnos de nuestras responsabilidades cuando se trata de sus
afectos y soledades. El mejor amante, el que pervive desapercibido, el que no
molesta y sigue a la espera de nuestros tiempos y necesidades, el que siempre
está allí, el que hoy nos ruega clemencia artística. La invito un café en la
confitería de la esquina, es el lugar en donde suelo ordenar mi vértigo – propuso Luz –
-
Me
parece buena idea, además traje dos copias que Franco me entregó de la obra
para que la analicemos juntas, y verá que encuentro en ella elementos que
describe la fragilidad afectiva por la cual está pasando en estos momentos. Esto
más allá de sus fetiches y fantasías, en donde nosotras jugamos un rol
irremplazable.
-
Crucemos
entonces, estoy ansiosa y excitada a la vez por la lectura – confesó Luz –
Estuvieron varios minutos intercambiando párrafos, algunos de ellos, explícitamente eróticos, páginas que describían con suma arbitrariedad y desenfado detalles físicos y preferencias íntimas de ambas mujeres. No quedaban dudas que Luz era Magui, mientras que Carmen era el personaje que envolvía a María Celeste. Lo que comenzó entre ambas con cierto rubor lector fue dejando paso a la curiosidad por la atracción que Franco dejaba entrever en el texto sobre las pulsiones poéticas y musicales que cada una de ellas exhibía en la intimidad y cómo él artísticamente las imaginaba actuando al unísono.
A las dos horas, luego de dos rondas
de lágrimas, una vuelta de macchiatos y varios cupcakes, las distinguidas damas
habían finalizado de profundizar el principio y el desarrollo de la opereta de
Franco, dándose cuenta que necesitaban ensayar sus contenidos, aun sabiendo que
por el momento la obra adolecía de un final.
Luz, con sumo respeto y decoro,
invitó a María Celeste a cenar a su casa para continuar indagando y escrutando el
texto lírico musical aprovechando que Ferdinand, su marido, estaba en una gira
de conciertos por Chile. Luego de una llamada telefónica a su esposo Fernando
avisándole que no lo esperase para cenar por motivos laborales, María Celeste
aceptó la oferta de la concertista y docente de música.
Era necesario plasmar en la praxis el
relato artístico creado por Franco, pero solo faltaba él para completar el
fresco, eslabón poético que no podía omitirse, acaso con su aparición
comenzaría a percibirse el contenido y el continente del epílogo. Todo en ellas
era combustión, tal cual poetizó Vinicius de Moraes.
Sin dudarlo y luego de haber cenado y
nutrido su intensa lujuria mediante la lectura completa y compleja de sus densidades
de lésbico erotismo, incluso con la urgencia de reiterar varios párrafos y
segmentos de la partitura, partieron hacia la casona de Flores en el auto de
Luz. La hiel íntima, la lírica fatiga de sus cuerpos y los saxofónicos acordes que
ambas derramaban por el autor indicaban que la obra merecía un final que el
texto y la polifonía por el momento y de modo tramposo les estaba adeudando, epilogo
que ellas mismas debían asumir la obligación de crear artísticamente bajo los
mandatos tácitos de Franco; él las había puesto en ese lugar, sitial cardinal
cuando de arte se trata.
Del libro La Chacra Suazo y otras historias de Gustavo Marcelo Sala. 2022. Artes Gráficas Líber
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