Maestros del blues. Lefty Dizz.. nos propone Javier “Paco” Miró.... y el ser bohemio de Rafael Barret
Por Javier "Paco" Miró
Lefty Dizz nació un 29 de abril de 1937 bajo
el nombre de Walter Williams en Osceola, Arkansas.
Cantante y guitarrista de Blues
cuyo trabajo discográfico apareció en ocho álbumes nació. Aprendió los
rudimentos de la guitarra mientras que sirvió durante cuatro años en la fuerza
aérea de Estados Unidos. Dizz, zurdo de nacimiento, tocaba la guitarra diestra
boca abajo sin cambiar el encordado. Después de su baja de la Fuerza Aérea, en
1956, se trasladó primero a Detroit y después a Chicago, donde se instaló
definitivamente. Aquí en Chicago tocó bajo la dirección de Lacy Gibson y Earl
Hooker. Su talento fue valorado a tal punto que la banda de Sonny Thompson no
dudó en incorporarlo en 1958. También trabajó con Junior Cannady y John Lee
Hooker.
En un movimiento importante de su carrera, en 1964, se convirtió en
miembro del grupo de apoyo de Junior Wells. Viajaron alrededor del mundo hasta
1971, cuando Dizz unió a Hound Dog Taylor y los House Rockers. Él siguó siendo
un miembro de esa banda hasta la muerte de Taylor en 1975. Luego formó Shock
Treatment. Fue con esta banda que más desarrolló su extravagante performance,
que incluía tanto momentos de humor como su experto pero llamativo estilo
de tocar la guitarra. Sumamente inteligente también estudió y se recibió de
Licenciado en economía en la Universidad de Southern Illinois. Tocó en Chicago en 1981 con Muddy
Waters y Rolling Stones: Mick Jagger, Keith Richards y Ron Wood . Dizz murió a causa de los efectos del cáncer de
esófago en 07 de septiembre de 1993, a la edad de 56.
EL BOHEMIO
de Rafael Barret
Era muy bueno. Tenía nobles aficiones.
Hubiera aceptado la gloria. Cada detalle de su existencia era precioso a la
humanidad. Nadie lo sospechaba sino él. ¿Qué importaba? Le bastaba saberse un
profeta desconocido, cuya misión maravillosa puede fulminar de un momento a
otro. El espectáculo de su propia vida no le bastaba nunca. La lucha cuerpo a
cuerpo con el hambre y el frío no le parecía menos épica que la lucha contra la
envidia olfateada bajo la amistad. Paseaba con orgullo su sombrero grasiento y
sus miradas furiosas.
Como ya no hay bohemios, era el bohemio por
excelencia. Los demás, los burgueses, le despreciaban a causa de haber quebrado
en el negocio. No entendía la explotación del libro y del artículo, ni se
ocupaba del reclamo. Lanzado a un siglo donde todo es comercio se obstinaba en
no comerciar. Por eso su talento olía a miseria, y la tinta con que firmaba sus
vagas elegías le servía también para pintar las grietas blancuzcas de sus
zapatos.
Pero, ¿tenía talento? Sus continuos
fracasos le daban a pensar que sí. Llevaba la aureola dentro de la cabeza.
Caía una llovizna helada y pegadiza que le
hizo estremecer cuando salía de su bar. El piadoso alcohol, el verde
Mefistófeles que dormitaba en el fondo de las copas de ajenjo, no había
abrillantado del todo aquella tarde las ágiles visiones del poeta. Sobre ellas,
como sobre la calle mojada, el cielo incoloro y el universo inútil, caía una
sombra gris. El héroe se sintió viejo. El barro de sus pantalones deshilachados
se había secado y endurecido bajo la mesa del cafetucho, y pesaba lúgubremente.
El orgulloso dudó de sí mismo. Divisó reflejada en una vitrina la silueta
lamentable de su cuerpo agobiado. Un abandono glacial entró en la médula de sus
huesos. Candoroso y desconsolado, lloró sencillamente.
De repente el corazón se le fue del pecho…
¿Qué…? Era a, él… Imposible… Miró detrás de sí… No había duda, era a él mismo.
Una mano desnuda, demasiado suave para los
macizos anillos suntuosos que la cargaban, le hacía señas desde la portezuela
de un carruaje de gran lujo, detenido a duras penas un instante. El bohemio
vaciló. La mano se agitaba, ordenando, suplicando, que se acercara, que
acudiera. Y él se acercó temblando. Respiró. Ninguna infame limosna manchaba
los dedos de nácar. La portezuela se abrió. Unos brazos impacientes se anudaron
a él, y sobre su boca amarga y poco limpia vino una boca de raso, tibia y
deliciosa como el amor… Los caballos arrancaron al trote, y las luces de la
ciudad, que empezaban a encenderse, cruzaban como ligeros proyectiles el vidrio
biselado y húmedo. Al reflejo débil vio el poeta pegado a su rostro el rostro
bellísimo de una mujer en cuyos ojos se había refugiado todo el azul del
paraíso, y cuya piel era de una dulzura igual a la dulzura de las blondas y las
sedas de su traje fantástico.
Sentados a la mesa opulenta, después de un
banquete íntimo, la voz de oro sonoro de la princesa -era naturalmente una
princesa rusa- explicaba al bohemio qué raro y pronto capricho la había
obligado a volcar el tesoro entero de las felicidades humanas sobre la testa
melenuda aparecida a la puerta de un bar. Él, desabrochado y estúpido, la oía
en silencio. Y ella, ante la camisa cansada que asomaba por la abertura del
chaleco y las uñas sombrías del vate, reflexionaba con alguna tristeza en el
final de la aventura…
Pero el hombre se levantó, recogió
titubeando su sombrero grasiento, y fijando en los labios luminosos y puros de
la princesa sus ojos de niño, exclamó:
– Señora, alta señora, he cenado porque
tenía hambre. Yo no soy mi estómago. No quiero satisfacer el hambre eterna de
mis sentidos y de mi alma. No tomaré tu carne hecha con pétalos y besada por
las estrellas. A tu hazaña la mía. ¡Me donaste una divina ilusión, y no me la
arrebatarás nunca!
Y se marchó, ostentando en su frente, por
única vez quizá, el rayo melancólico del genio.
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