Virtuoso
guitarrista y cantautor británico de blues nacido el 21 de agosto de 1977 en
Manchester. A pesar de ser muy joven ya es una leyenda del género en las islas
ya que es considerado uno de los mejores diez guitarristas de su historia. Se
reconoce muy influenciado por BB King, Albert Collins, SR Vaughan y Clapton.
Discografía
propia
·
The Trio, Live (2004)
·
Live
at the Jazz Café (2005)
·
Siftin’ Thru Ashes (2005)
·
Ear to the Ground (2007)
·
Heads,Tails & Aces (2009)
·
Anything But Time (2011)
·
Far
As I Can See (2014)
Como productor y o acompañante posee una
decena de trabajos adicionales..
El Curcu
Pomares y el triciclo de reparto
Finalmente el Curcu
pagó por su obsesión. Aunque no le salió caro, apenas su vida. Parcela que para
él no parecía ostentar un valor extraordinario ya que sacando su persona, a
nadie le importaba, y todos sabemos que en estos tiempos en donde el mercado
impera, lo que no tiene demanda no cotiza, y lo cierto era que la vida del
Curcu Pomares no figuraba en la tabla valorativa de absolutamente nadie. No
había quién lo demandara por sus ausencias, y menos quién le ofertare compañía,
sendos eventos que disfrutaba con suma holgazanería. Pero era lo único que
tenía para convidar, de manera que aún enfermo y desprolijo se dijo para sí,
allá vamos. Para despejar prematuras incógnitas debemos aclarar que el Curcu no
era un devoto de la inmolación, apreciaba la heroicidad pero siempre que no
comprometiese sus culitos de ginebra, de media mañana y del crepúsculo, en el
boliche de Correa, bodegón de vituperables traza e higiene ubicado en la ochava
opuesta y en diagonal al almacén del viejo Krubescu, un rumano ciertamente
siniestro, hosco y descortés, del cual poco se sabía ya que había llegado al
pueblo, en soledad, entre gallos y medianoches poniéndose en menos de una
semana tamaño comercio, mercadito que para mal del vecindario era el más
surtido y barato de la aldea.
Algo no le cerraba al
Curcu de este inmigrante dacio de mirada entre paréntesis y fidedigna
honestidad comercial, a tal punto que la curiosidad pudo más comenzando a
bocetar a mano alzada el dibujo de un pretexto sólido y creíble que le
permitiese acercarse sin que el hombre desconfíe sobre segundas intenciones.
Desde la mesa que daba a uno de los ventanales del boliche el Curcu podía
observar todo el movimiento del mercadito, tomar apuntes y señalar aquello, a
su criterio, perfectible. Sospechaba que el único tema de interés para el
rumano debía ser su negocio, de modo que no se distrajo en otros expedientes.
Espíritu empecinado el del Curcu. Luego de veinte días de observación y dos
libretas de apuntes completas en tesis elaboradas y cronopios, no alcanzó a
refinar su astucia para poder detectar alguna excusa de valor que le
posibilitara interrumpir ese sesgo anacoreta que guardaba para sí el silente
vecino Krubescu. No causaba espanto, ciertamente imponía un respeto superior,
extraño en la aldea, tan exótico como su origen, debido a ello, ingresar a sus
infiernos era todo un dilema. Esos notorios indicios no amedrentaron en lo
absoluto el espíritu inflexivo e insistente del Curcu, de manera que como el
rechazo ya lo tenía asegurado fue sin mediar prevenciones a irrumpir al rumano
con una propuesta en donde se ofrecía como prenda de amistad y prosperidad
comercial.
Cierta noche de
invierno lo esperó a la hora del cierre. Krubescu solía bajar la metálica
americana a las nueve y media para dar definitivamente las hurras del día luego
de que el último cliente saliera del local. En ese momento reforzaba las
cancelas y corría los cortinados de manera nada, sobre lo que ocurriese en el
interior, se viera desde la nocturnidad exterior. No había habitante en la
aldea que en ese momento desconociera que el rumano estaba realizando el arqueo
del día para religiosamente guardar el dinero en lugar seguro, acaso llevar una
parte importante a su casa, vivienda distante tres veredas. La seguridad era un
tema menor y sin relieve para él, por cuanto el comercio era lindero a la
comisaría por los fondos en tanto descartaba cualquier tipo de tropelía. Si tal
cosa ocurría todas las miradas caerían de forma irremediable sobre el personal
policial.
-
Señor Krubescu, cómo le va, lo incomodo si
le comento algo, creo que le puede llegar a interesar – requirió el Curcu –
-
Buenas noches. ¿Le parece qué es hora? –
respondió el rumano, con su habitual media lengua dacia y algo molesto -
-
Pero usted está todo el día ocupado en el
mercado, incluso los domingos, no tengo muchas alternativas.
-
Y usted hace casi un mes que se la pasa,
mañana y tarde, observándome desde el boliche de Correa. ¿De qué vive me
preguntaba por estos días? No se preocupe, no responda, ya me dijeron que no es
de peligro y que suele aprovechar bien las changas cuando las épocas de siembra
y cosecha. ¿Cenó? – finalizó Krubescu -
-
No todavía, en realidad no suelo hacerlo,
la noche y la soledad no son buenas compañeras de mesa – sentenció el Curcu –
-
Vamos, venga y acompáñeme si no tiene otro
programa, me quedaron más de dos raciones de ropa vieja del mediodía.
-
Faltaba más, será un placer – respondió el
Curcu con un marcado rictus de estupor -
-
Esperé un momento, voy a buscar una
botella, mejor dos, de un Tannat edición limitada que recibí directamente desde
Canelones, Uruguay. Será una buena oportunidad para probarlo y obtener una
opinión adicional a la que pueda dar mi paladar. No se asuste, estoy enterado
lo que se fabula y se dice con respecto a mi persona. Mañana, confírmeles la
hipótesis, dígale a todos que es cierto, que soy un ogro, es una muy agradable
y eficiente manera de ser discriminado y a la vez rendirle homenaje a mi
soledad.
Veinte minutos
después estaban cenando en la cocina de la pequeña casa colonial, morada de
Krubescu, inmueble que alquilaba desde hacía media década, y que más allá de
poder adquirirlo sin necesidad de tener que afrontar ningún problema financiero,
prefería no hacerlo y rentarlo por razones humanitarias. La propietaria era una
señora octogenaria, con dos hijos tan voraces como irresponsables. El rumano
suponía que si le compraba la casa a la dueña ese monto le sería saqueado al
instante por los dos malvivientes terminando sus días en soledad en un oscuro
frontispicio para gerontes. Con este formato ella manejaba su mensualidad más
la pensión por viudez con serena autarquía. Los hijos no se acercaban nomás que
para las formalidades familiares y una vez por mes se embellecía para recibir
al hombre confiable y apocado que le administraba con orden y cuidado su
vida. Ella era la única en el pueblo que
conocía perfectamente quién era ese rumano ermitaño al que todos recelaban.
-
Pero dejemos un momento lo mío de lado –
exigió el dacio -, quiero escuchar lo que vino a proponerme.
-
Mire Krubescu. En estos días de observación
pude comprobar que usted y su mercado requieren de un alivio en la tarea.
Trabajar con menos presión y sin tanta congestión dentro del local. Y creo que
yo lo puedo ayudar en eso sin que usted resigne un peso de rentabilidad y al
mismo tiempo poder ganarme la vida de manera honesta teniendo ingresos
regulares. Por mi parte pongo a disposición de su comercio mi viejo triciclo de
reparto, única herencia recibida, y estas dos buenas piernas para llevar
pedidos a domicilio. Usted no le añadiría ni un centavo por el servicio al
monto global de la cuenta, mi ganancia estaría en la buena voluntad del
cliente. Bajo esas circunstancias le puedo asegurar que la propina superaría
holgadamente cualquier adicional. Además podría llevar hasta tres pedidos por
viaje. Creo que usted, por entonces, aún no estaba en la aldea, mi papá lo
utilizaba en primavera, verano y parte del otoño para vender helados Laponia y
en invierno metía en la caja varios termos de café para luego aprovechar
cualquier circunstancia de agrupamiento callejero popular y pasear con su oferta entre la multitud:
Procesiones, partidos de fútbol, misas, mitins políticos, carreras cuadreras,
kermeses, son algunos de los eventos que
recuerdo. Usted me dirá si continúo.
-
Siga por favor, que aún no hemos abierto la
segunda botella de vino.
-
De todas maneras la debo acondicionar un
poco debido a que todavía conserva la iconografía de aquellos años. Aún
recuerdo su fervorosa arenga publicitaria, cantito que lo dejaba afónico hasta
que mi vieja, a la tardecita, le preparaba una sopera ración de leche con miel:
“Helao, helao. Helao tacita palito bombón crema chocolate helaoooo”. Siempre
quise continuar el legado de mi viejo, pero la modernidad y el vértigo nos
sacaron de circulación, a mí y al triciclo. Eso del delivery, creo que así se
dice, ha impuesto reglas de velocidad con las cuales uno no puede competir.
Pero como aquí no se trata de recibir el encargue a una determinada hora y
menos a una temperatura de ingestión considero que la cosa puede funcionar. Su
negocio tendría menos gente dentro del salón y tal vez hasta comercialice más
artículos ya que la comodidad del no acarreo incluiría insumos que acaso se
abstengan de llevar por exceso de equipaje. Hablo siempre de sus clientes de a
pie. ¿Cómo lo ve?
-
Medio siglo atrás hasta lo hubiera tomado
como empleado efectivo. Pero no estoy muy seguro. La calle está peligrosa,
incluso aquí. Años atrás, y no le digo muchos, el entoscado regulaba bastante
el entusiasmo de los automovilistas, hoy con el asfalto la aldea es una pista,
sobre todo para los “niños bien” que gustan de las picadas – reflexionó
Krubescu –
-
Usted deje eso por mi cuenta. Sé por dónde
circular y cuáles calles o senderos evitar. Lo que es imposible de sortear es
el siniestro plano inclinado ascendente de la vía y ese “uno y otro lado” que
nos distingue de las grandes ciudades. En ese sentido, dentro de lo que
significa no tenerlo como servicio, menos mal que hoy pasa un solo tren por
día, aunque muy lento y con cereal, por suerte viene avisando desde un par de
kilómetros, mínimo, lo digo debido a que los cruces peatonales son en realidad
huellas que fue diseñando la gente con los años y no existe ningún tipo de advertencia
segura – aseguró el Curcu -
-
Es cierto. Pero bueno, confío en sus
corazonadas. Vamos a probar dos semanas, si le sirve, la exclusividad será
suya, y me comprometo a que si la cosa funciona las propinas no serán su único
ingreso, de acuerdo al movimiento adicionaremos alguna suma a modo de canon
fijo. ¿Qué le parece? – agregó Krubescu -
-
Más a mi favor. Seguramente los días de
mayor trabajo serán aquellos en donde la lluvia o el frío se hagan presentes.
Yo como estrategia comercial me pondría una computadora para recibir los
pedidos por correo electrónico. Usted los armaría, yo llevo y cobro. Le seguro
que el triciclo es un auténtico acorazado, un blindado ligero y veloz, además
no entra una gota de humedad.
-
¿Y el teléfono? - cuestionó el rumano -
-
Descártelo. Le interrumpiría su trabajo en
el local. Con el correo electrónico usted maneja los tiempos. Además no se le
van a acumular a tal punto de atosigarlo. Es un pueblo de tan solo dos mil
habitantes, don Krubescu.
-
Usted será entonces el que maneje la
logística.
-
Lo que me deja tranquilo es que se trata de
una prueba que no le saldrá un centavo.
-
Eso espero, no deseo perder capital ni
clientes.
Durante las dos
semanas en las cuales transcurrió el ejercicio comercial pudieron comprobar que
casi todas las presunciones del Curcu se presentaban de manera textual, más
allá que se añadieron imprevistos que multiplicaron sus expectativas
geométricamente. Por caso el sorprendente impacto que les causó la notoria baja
de clientes físicos durante los días de inestabilidad climática. De hecho el
ingreso de algún parroquiano se mostró esporádico y con un nivel de compra bajo
producto de la manifiesta incomodidad que significa cargar bolsas bajo esas
condiciones. Al mismo tiempo, y durante esas jornadas, el triciclo de reparto y
la operatoria vía correo electrónico reemplazaron literalmente lo usual y
cotidiano de la atención personalizada. El usual arqueo de final del día a
manos del rumano no dejaba lugar a dudas sobre el crecimiento exponencial; el
cansancio del Curcu y el dolor sus piernas al final de cada jornada daban fe
del asiento libro diario. No hubo necesidad de volver a litigar sobre el tema,
tanto Krubescu como el Curcu arribaron a un acuerdo económico en apenas cinco
minutos. Salario básico de convenio en el marco de la formalidad y un diez por
ciento de las utilidades que genere cada envío, las propinas, por supuesto,
eran de exclusivo gobierno del Curcu.
Le explotó el
corazón, fue lo primero que afirmó el practicante al detenerse en la
observación del cuerpo inerme del Curcu, a poco de arribar éste a la unidad
sanitaria del pueblo, luego de ser cargado por el rumano en la parte trasera de
su rastrojero. Una ahora antes y preocupado por la demora, en un ocaso
exageradamente destemplado, Krubescu cerró el negocio y salió en su búsqueda ya
que le llamaba mucho la atención tal circunstancia. A metros de cruzar la vía
la silueta del triciclo de reparto resultaba inconfundible. Sobre ella, y a la
distancia, el Curcu aparentaba estar descansando debido a que se lo podía
percibir con la cabeza apoyada por sobre uno de sus brazos, y éste por encima
de la cajuela en donde tenía ordenados los pedidos según su exclusiva hoja de
ruta. El dinero estaba completo y conforme según los pedidos entregados, no
había signos de violencia y nada hacía presumir algo por fuera de un desenlace
natural. Un exceso de confianza en sus fuerzas fue la conclusión del médico de
turno. El esfuerzo para subir la extensa explanada ascendente rumbo al
callejero cruce del ferrocarril con un peso desmedido fue letal para el
esmirriado y escasamente entrenado físico de un hombre que hizo muy poco en su
vida a favor de su salud y menos aún por su tonicidad muscular. El Curcu apenas
había pasado los cuarenta y cinco años pero nadie a golpe de vista podía
sostener la idea. Se lo observaba como una persona muy mayor al frente de una
tarea demasiado exigente. Incluso un rumor malevolente, surgido dentro del
espíritu chusma del centro de jubilados de la aldea, aseguraba que el
desagradable y perverso rumano Krubescu estaba aprovechándose de las
necesidades de un viejo solitario, ignorante y marginal.
Algunos dicen que
pocos días después de las exequias Krubescu vendió el local con la inclusión
del fondo de comercio y volvió a Rumania, otros afirman que sencillamente se
mudo de pueblo. La única persona que sabe la verdad, ahora indefensa, no se embellece
más y está muy ocupada procurando que sus hijos no la estafen ni la internen.
El triciclo de reparto, con su iconografía original, se expone detenido, sujeto
con una cadena a modo de publicidad en la vereda del kiosco que Correa armó en
uno de los ventanales del boliche, el mismo en donde solía asolearse el Curcu
Pomares cuando la hora precisa de su culito de ginebra. Se equivocó el Curcu
Pomares, nadie pregunta por la historia de tan pintoresco armatoste, porque no
es necesario, todos la conocen, acaso sea el relato más narrado por los
coleros, y cada uno le adiciona algo como seña personal, de hecho el nuevo
propietario del mercado desde hace un año, más cordial y simpático, pero menos
leal como comerciante, al enterarse de los usos y costumbres del rumano asimiló
la estrategia, haciendo reparto domiciliario pero en un tricargo, una suerte de
vieja motoneta con cabina cobrando un adicional de veinte pesos por el envío,
independientemente de su volumen.
... Gustavo Marcelo Sala
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