Los frutales y el
Feng Shui
Habían transcurrido
15 años. La última vez que estuvieron frente a la casa fue para pasar revista a
sus seguridades, y lo hicieron procurando cerrar firmemente los postigos de las
puertas y ventanas, no dejando resquicio
libre para el ingreso de las típicas alimañas de llanura, cubriendo
prolijamente con amplias telas todo aquel mobiliario impensable de transportar en
un pequeño automóvil, cancelando con herrajes virtuosos y severos todo galpón o anexo que se mostrara tentador para los indeseables amigos de lo
ajeno, tunantes y bribones que por entonces moraban libertinamente protegidos,
tanto en la aldea como en poblados vecinos. Ambos necesitaban partir de ese
lugar perdido en el tiempo, coincidían en las motivaciones y razones, no así en
el destino, incisos que por cierto distaban mucho de instalarse como un
sospechoso itinerario de aventura. Prolongaron por un buen tiempo su intento de
ostracismo debido al virtuoso cariño que tenían por sus mascotas. Los nueve
gatos y los tres perros, todos adultos, no podían ser sometidos a las suertes
de la supervivencia instintiva, de manera que aguardaron hasta que ningún lazo
afectivo viviente los sujete a aquel lugar. El propio Camilo se encargó de
enterrar uno a uno, en el parque de la finca, a medida que los animales se iban
despidiendo de sus vidas, sin omitir plantar en sus modestas tumbas árboles
frutales de marcada distinción. Mangos, limones, durazneros, damascos,
ciruelos, membrillos, granadas, brevas, fueron distribuidos por el parque a
modo de recoleto recuerdo. Incluso esperaron por la salud y el firme
crecimiento de los plantines para iniciar su viaje sin fecha de retorno. Camilo
era un experto en la materia, la naturaleza se encargaría del resto de la tarea
cuando su ausencia.
Rosario y Camilo
habían regresado de un viaje cuyo itinerario improvisado no les admitió hallar
ese lugar en donde morir resultaba el párrafo menos oneroso a sobrellevar. Carmen
de Patagones, Puerto Madryn, Choele Choele, Sierra de la Ventana, fueron los
lugares escogidos durante ese tiempo para verse envejecer con la sabiduría que
marca el amor en estado de madurez. El matrimonio poseía marcada solvencia
económica producto de pertenecer, cada uno por cuenta, a un abolengo cuyo árbol
genealógico había procurado dejarles a sus descendientes tranquilidades
financieras que no ameritaran estar atados a las coyunturas críticas del
sistema. Siguiendo su ejemplo el matrimonio tuvo el mismo comportamiento, de
manera que la sustentabilidad de la experiencia no mermó en absoluto sus
cuentas bancarias e inversiones. A cada lugar que arribaban alquilaban pequeñas
viviendas, siempre muñidas de amplios jardines, confortables en su interior, pero
modestas en cuanto a lujos., no necesitan del ostento para ser felices. Incluso,
renovar cada dos años el vehículo para no tener que afrontar problemas
mecánicos, no les imponía restricciones ni encomiendas adicionales. Sus
garantías eran por demás aprobadas. Acaso algún cambio de domicilio ocasional
para actualizar las licencias de conducir, poder sufragar, cumplir con cada una
de las obligaciones municipales eran motivos suficientes para insertarse dentro
de las burocracias locales. Si bien ambos sostenían ideas políticas similares
procuraban obviar tales dilemas por considerarlos estériles a los fines de la
pareja. A pesar de su condición social creían fervientemente en el
ecualitarismo nórdico asumiendo que la Argentina no era un país pobre sino
desigual e injusto, siendo muy críticos con su clase social de pertenencia.
Allí estaban ambos,
abrazados, nuevamente frente a la casa, 15 años después, promediando las siete
décadas, muy bien llevadas por cierto, compilado etario experimentado, saludable,
expectante. La exhuberancia de la fronda y el frenesí de la hiedra les impedían
observar la silueta de la vivienda, menos aun sus fondos. Solo el alambrado
perimetral se asomaba esporádicamente por entre el exaltado matorral, por lo
cual decidieron contratar a dos individuos de la aldea que tenían su taller a
dos veredas de la casa, vecinos desconocidos para ellos, especializados en
desmalezar locaciones parquizadas. Al momento del acuerdo Camilio les hizo hincapié
en la necesidad de preservar los árboles frutales que hallasen en su recorrido
debido a la íntima relación que guardaban con esos recuerdos. Durante el lapso
que durasen los trabajos el matrimonio estaría instalado en el único hotel de
la ciudad cabecera del distrito, urbe distante veinte kilómetros de la villa,
con el objeto de liquidar las deudas estatales acumuladas durante su ausencia, aguardar
por el fin de la tarea, y tal vez sorprender a algunos viejos amigos, idea que
prontamente fue desestimada debido a que nada les hacía suponer ser recordados y
menos en una ciudad a la cual, por entonces, solo visitaban para hacer alguna
compra ocasional y puntuales trámites de rigor. El intercambio de números de
celulares con los jardineros iba a permitir un estado de comunicación
instantáneo ante cualquier duda que pudiera surgir con relación a ciertos
detalles no explicitados, dilemas que se descubren en la misma medida del
avance de obra. Dos semanas después recibieron la llamada telefónica por parte
de los especialistas con la confirmación que ya podían acercarse para
supervisar el trabajo o en su defecto efectuar las correcciones que crean
convenientes. Durante ese tiempo habían recorrido la comarca sin ningún tipo de
curiosidad. La cosmética era similar, parecía una región detenida geográfica y
humanamente, de modo que no sentían ni siquiera la vocación por visitar a sus
viejas amistades, más allá de que ninguna de ellas había mostrado indicios
verificables de interés cuando decidieron partir. Su único hijo, Rubén, estaba
radicado desde sus épocas universitarias en Tandil, se había recibido de
Odontólogo en La Plata formado familia con una compañera de estudios. Desde su
corte umbilical siempre habían teniendo con él una relación, aunque distante,
muy afectiva. En los inicios de la joven pareja solían visitarlos una o dos
veces al año para apoyarlos con alguna contingencia, siempre pernoctando en
algún hotel cercano. No les gustaba invadir. Justamente por esos días se
hicieron una escapada hacia la ciudad serrana, luego de varios años de
abstinencia, y aunque no pudieron encontrarlos, comprobaron por referencias vecinas
que el matrimonio no necesitaba de molestias
adicionales. Exceptuando la fachada de la construcción, lógicamente
erosionada, pletórica en verdín y con su revoque mayoritariamente caído - en
algún rincón se dejaba descubrir el ladrillo - el jardín anterior, limpio de
malezas abusivas, lucía como en los mejores tiempos, momentos en los cuales los
cuidados diarios de Rosario pintaban una acuarela de elegante traza. Desde
luego que los ornamentos naturales estaban ausentes, y me refiero puntualmente
a los rosales multicolores que el matrimonio había dispuesto de manera
simétrica. Los postigos, herrajes y
cancelas no habían sufrido los avatares impetuosos de malandras y afines,
incluso se mostraban poco amigables ante los intentos de Camilo por abrirlos,
de manera que para ingresar a la vivienda tuvieron que forzar la tarea con
herramientas pesadas. Una vez en el interior pudieron constatar que todo empeño
a favor de la pulcritud había resultado escaso. Tanto el polvo en suspensión,
como el depositado sobre el mobiliario superaron las expectativas, al igual que el
cortinado de telarañas, telón indispensable de apartar para continuar con la
revisión. De inmediato notaron que algunos menajes no estaban acomodados como
ellos los recordaban, en primer lugar adjudicaron dicha impresión a sus
laxas memorias, pero a poco de continuar con el
recorrido dicha impresión se fue acentuando hasta que las dudas se disiparon
totalmente cuando observaron que en los tres dormitorios los cabezales de las
camas no orientaban hacia el norte, tal como tenían por costumbre siguiendo las
premisas del Feng Shui, sino hacia el oeste, en donde el despertar así
orientado, según la creencia, resultaba depresivo y desvitalizado. No había
dudas que alguien, o un grupo de personas, había ocupado la casa durante ese
tiempo, o por lo menos durante un lapso de él, más precisamente en sus primera
épocas de ausencia. Rosario recordó el cuento Casa Tomada, pero desechó la idea
de inmediato ya que no creía en la existencia de un aluvión zoológico imaginario
y fantasmal como describiera Julio Cortazar en su extremo, polémico pero
excelente relato. Asumiendo la compleja situación y aún sorprendidos por la
revelación decidieron abrir la puerta trasera de la casa para verificar los
trabajos realizados por los jardineros en el parque posterior de manera dar por
concluida sus tareas y abonarles los honorarios correspondientes. Ambos
trabajadores aguardaban pacientemente la revisión en el interior de su modesta
camioneta prontos a cumplir con un nuevo contrato a ocho calles del lugar. Para llegar a esa parte del predio no era
necesario ingresar a la vivienda ya que una vereda lateral, paralela al
alambrado, comunicaba el frente con el fondo por lo cual nunca los operarios
ingresaron a la misma. La mayor sorpresa se produjo cuando la puerta finalmente
cedió ante la insistencia de Camilo. En el centro de un bello parque recién
acondicionado, predio que todavía guardaba el aroma lozano del césped recién
cortado, rodeada de doce hermosos y frondosos árboles frutales se erigía una
elegante bóveda, cripta construida con relieves y bajorrelieves tan austeros
como contundentes. Incluso en su parte superior ostentaba óvolos de llamativa
artística grecorromana. Respiraron profundo ante la imagen y sin perder tiempo
Camilo fue hacia donde se encontraban los jardineros para cumplir con el
contrato; una vez consumada la empresa y liberados los hombres, y luego de
guardar su vehículo en el garaje, volvió a lado de Rosario, que inmutable,
observaba la cripta sin atreverse acercarse a sus dominios. Parece que
acabáramos de despertar de una siesta vespertina profunda, pensó, esas que solo
son posibles de ser asumidas, si por la ventana, en lugar del crepúsculo,
percibimos un nuevo amanecer. Ambos iniciaron la caminata, juntos, esos diez
metros hasta el lúgubre frontispicio fueron tan extensos como el tiempo que
duró su ausencia del lugar. Subieron los dos breves escalones descubriendo que
sobre la puerta una siniestra placa de mármol, datada en el mes de abril del
año 2011, es decir un lustro antes, indicaba: Rosario Inés Bosco de Feijo y
Camilio Andrés Feijo – QEPD. Ingresaron
al recinto de la mano cerrando con firmeza sus herrajes y cancelas interiores
luego de corroborar que sendos ataúdes se presentaban en paralelo, a menos de
medio metro de distancia el uno con el otro, advirtiendo para su gusto que los
cabezales de ambos orientaban hacia el venturoso norte, tal cual como establecía
el paradigma del Feng Shui.
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