El tiempo es
nuestra máxima catástrofe
Con todas las
prevenciones y temores que la empresa demanda y tolera ha llegado el momento de
salir en la búsqueda del hombre que no fui. Y si me esfuerzo, acaso a través de
una percepción rápida, completa en sentido común y falsos conformismos, dudo
seriamente en desear encontrarlo. A mi edad, aborrecería sus reproches, que sus
éxitos le reclamen a mis fracasos banales hidalguías, esas que solo pueden
exhibirse post mortem y en boca de
correveidiles que ingresaron a la verbena poco después de haber prestado
atención a la existencia de un cierto haz de luz espiritual, un número
indefinido de tazas colmadas con humeante café y aletargados sones de armonías
sacras. Estimo que ser el muleto de lo que pudo haber sido y no fue resulta una
pesada carga en horas en donde la contabilidad nos habla de absurdos balances y
ficticias posteridades. No sería capaz de sostener sin rebeldía la irónica y
cínica perplejidad de su mirada al detenerse en mi estado de proscripción,
inseguridades que yo mismo comencé a diseñar en el mismo momento que cuando
joven opté por darle licencia a sus servicios. Detesto la superioridad moral
del que nunca rompió una fuente de loza porque nunca la lavó, del que no tuvo
la valentía de perderse debido a que siempre se quedó esperando, del que jamás
lloró porque evitó transitar por el sendero del sentimiento. El tiempo
individual es nuestra máxima catástrofe; como nos conoce y es nuestra sombra y
memoria nos delata, y es el que no nos permite, cual cancerbero, liberarnos,
para intentar con modestia usurparle algunos minutos de descuento a la
inexorable finitud. Allí, cual excelso anfitrión, echado holgazanamente en el
sillón más cómodo del abismo, a la vera del hogar y su crepitar me aguardaba
paciente, escuchando, tal vez para edulcorar mi sosiego, los acordes de Close
to the truth de Tony Joe White, cruzado
de piernas, fumando un Montecristo número tres, el tabaco preferido del Che,
con dos copas del mejor Merlot patagónico, todas elegancias y símbolos a compartir.
Imposible negarme. Al ser su muleto, su mejor fracaso, conoce de mis
debilidades y siniestros gustos terrenales. A la izquierda del hombre que no
fui, sobre una mesa de hierro fundido lindera al sillón, descansan mis seis
novelas, cada una de ellas prolijamente anilladas cual manuscritos de certamen,
de igual modo mis tres antologías de cuentos y los dos compendios de poesía. No
alcancé a entender el tenor de su desafío hasta que comenzó, a espacios
temporales constantes, expulsando cada pieza hacia el centro del bracero para
que las llamas hagan de los textos su extinción, excepción hecha de la
miscelánea de cuentos titulada “El sendero de los extremos sucios”, borrador
que inquisidoramente y para mi confusión atesoró, ignorando las razones que
alimentó para tal afán. De inmediato comprendí que el hombre que no fui no
venía solamente por mi tiempo y mi memoria, sino también por aquello que
pudiera quedar de mí: una fuente de loza astillada pero limpia, un valeroso y
épico extravío, y el cause de una lágrima que aún se niega a dejar de amar. Y
al hombre que no fui le tuve compasión, y lo miré a los ojos, y cuando ya
sonaban los últimos acordes del blues, y cuando el habano cubano exhalaba sus
últimos círculos de humo, y cuando las copas quedaron vacías del tinto elixir,
me puse de píe para iniciar el camino, tranquilo y satisfecho, en dirección a la pira, no sin antes
agradecerle al hombre que no fui por los servicios prestados cuando de muchacho
y ante la propuesta tuve que escoger.
El hombre que no fui, los besos que no di, el amor perdido, y los tiros libres que pasaron rozando el poste. "No hay nada mas bello
ResponderEliminarQue lo que nunca he tenido
Nada mas amado que lo que perdí" Peligroso circulo nostalgico,cuanto mas tierno sera el Viejo olvido