Devotos del Temple
Gilbert Hérial
ingresó a la orden siendo muy joven, durante el período tibiamente pacífico que
se desarrolló entre la segunda y tercer cruzada, avanzada la séptima década del
siglo XII, convencido que servir a Dios, sin dejar incisos de lado, incluso la
espada, debía ser el paradigma de todo aquel que comulgara unívoca y
universalmente con la fe cristiana. Esta actitud de vida lo premió en el año
1193 llegando a erigirse como el decimosegundo Gran Maestre Templario. Gilbert
procuró, durante su liderazgo al frente de los Pobres Caballeros de Cristo del
Templo de Salomón, reafirmar la paz que Ricardo Corazón de León había logrado
con los musulmanes, acuerdo que el propio britano había sellado con el mítico
Saladino, el 2 de septiembre del año 1192. Sus desacuerdos con el Papa Inocencio
III, debido a esta política de consenso con los infieles y herejes, generaron
que la orden fuera desplazada de las prioridades pontificias, dilema que logró
remediar luego de haber participado y destacado en la reconquista de la
península Ibérica. Hasta aquí el sumario oficial que la historia pontificia nos
legó sobre Gilbert, reseña que cualquier curioso puede encontrar en los textos
corrientes que describen la historia del Temple. Manuscritos en caracteres
griegos y latinos, hallados en el monasterio de San Polo, ubicado a las orillas
del Duero, en la ciudad de Soria, España, veinte años después del final de la
orden, acaecida en el año 1314 con el calvario del último Gran Maestre Jacques
de Molay, aseveran que Gilbert Hérial, además de los votos cardinales que la
orden demandaba, se reservaba para sí la tarea de formar espiritual e
intelectualmente de manera personalizada a jóvenes con proyección, aspirantes
que debido a su entereza, altruismo y constricción religiosa eran llamados a
ser los futuros líderes de la orden. La difusión de estos manuscritos le dio la
posibilidad a los juglares del medioevo a recrear sátiras desdorosas en contra
de Gilbert, en donde la sodomía y una extensa variedad de perversiones le eran
adjudicadas a modo de comedia. Justamente los llamados gollardos era la troupe de artistas itinerantes más
virulenta debido a su génesis clerical. Los cazurros, los remedadores y los
zaharrones, acaso menos violentos, no omitían exponer con sus imitaciones
grotescas escenas sobre las imaginarias obscenidades endilgadas a los
Templarios, en especial haciendo mención de su decimosegundo Gran Maestre. En
los escritos citados consta que uno de sus discípulos más avanzados, acaso con
el que Gilbert tuvo mayor intimidad, fue Pedro de Montaigú, joven que,
posteriormente, desde el año 1219 y hasta el año 1230 fuera ungido como el
decimoquinto Gran Maestre de la Orden. Ya en nuestros días Umberto Eco, en su
brillante novela El Péndulo de Foucault, de manera satírica, hace referencia a
ciertas prácticas en donde la obediencia y la subsumisión sexual se imponían
como condición indispensable para acceder a los estadios superiores de la
orden. Lo cierto es que nadie, en pleno auge del Temple, hubiera osado replicar
estas versiones tan fantasiosas como ofensivas, solo fue posible cuando los
Caballeros cayeron en desgracia papal mediante los ignominiosos y mendaces
procesos a los que fueron sometidos sus últimos integrantes, incluido el
mencionado de Molay. Se los acusó de herejía, sodomía y paganismo, de sacrilegio,
de escupir la cruz y negar a Cristo mediante ritos heréticos, y también se los
acusó de tener, como norma de convivencia y evolución interna, prácticas
homosexuales. Se cuenta que uno sus integrantes, Godofredo de Charnev, admitió
en el juicio haber oído, siempre bajo amenaza de tortura, versiones sobre el
asunto: “el besar y lamer tanto el ombligo como otras partes inconfesables del
Gran Maestre, a saber los glúteos, eran excesos que los jóvenes aspirantes
debíamos complacer para las ansias de los superiores. Dichas acciones estaban
incluidas en un vademécum no escrito, pero arropado por una meritualidad
tácita”. Estas confesiones bajo amenaza de tortura sirvieron de pretexto para
que el papado concluyera que la orden era un nido de impudicias y atrocidades
antinaturales, actividades sumamente indignas que intentaban extender
maliciosamente a toda la población. Nada de lo relatado consta fehacientemente,
los casi ocho siglos transcurridos nos permiten dudar de aquellas visiones
medievales plagadas de fetichismo, falsas creencias y fanatismos religiosos muy
alejados de nuestra actual lógica, incluso esta afirmación la podemos extender
dentro del presente vaticano. Me afilio a creer que Gilbert y Pedro
experimentaron algo que por entonces se observaba como infame y abyecto, pero
que a instancias del corazón se traducía como la imperiosa necesidad de amar a
un par, de sentirse complementario y complementado, de no descubrirse tan solo
entre cruces dominantes, hábitos andrajosos, horas de plegarias, tajantes espadas,
sangre y la angustiante espera por la muerte sarracena. Amar más allá del
género y la condición, aún bajo esas circunstancias, y a la vez duplicar ese
amor a favor de sus creencias superiores. Gilbert y Pedro fueron víctimas post
mortem de la burla, indecoro que solamente puede entenderse a partir del
prejuicio y la cobardía. Sospecho que muchos de los chungones de la época, en
su intimidad, tenían como conducta corriente militar su amor con el cuerpo,
libremente, sin que nadie deba pedirles explicaciones sobre determinadas
exploraciones físicas. Por suerte para ellos, acaso por una cuestión etaria, ni
Gilbert ni Pedro, tuvieron que soportar en vida el martirio, la ignominia de la
humillación que penosamente sufrió de Molay. Tal vez alguna pequeña redención
puedan hallar en este breve relato, manumisión que hasta el momento aún no ha
encontrado grandeza en las entrañas de la Santa Sede.
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