La cultura del descarte de nuestra
segunda década infame, a favor de sospechar el final de los finales
existenciales, instaló en la sociedad el cruel sofisma que el romanticismo es
cursi en tanto y en cuanto no vaya acompañado de un fin de soluciones a las
desventuras cotidianas. Un poeta resulta un ente quimérico, de consulta
esporádica, amén que nos dedique, expresamente, versos para nuestras puntuales
y coyunturales melancolías. El “salir a algún sitio determinado” es
sobradamente más valioso que estar con alguien en ese sitio determinado. La
idea de compañía, de compartirse, está subvaluada hacia una suerte de
complemento tolerante más que apreciable.
Las relaciones entre las personas
están profundamente determinadas por las excusas que las puedan entretener y no
por el placer de compartir momentos. Lo que se pone en riesgo es cada vez menos
valioso, menos estimado, pretendiendo de ese modo economizar supuestos
sufrimientos. A partir de esta serie de inescrutables paradigmas se establece
un protocolo, aprobado masivamente, con las exigencias antes mencionada.
Pocos son los que abren su corazón.
La mezquindad hace gala de fastuosas galanuras y Puerto Madero pasa a ser el
único recuerdo autorizado.
En lo personal continúo anteponiendo
la cursilería de una flor barata, la procacidad de una estrofa borroneada o la
incómoda caminata bajo una tenue garúa. Escenarios olvidables por cierto,
solamente relevantes gracias a lo que nosotros supimos construir con y a partir
del otro. Es éste quién le dará al continente valor de contenido,
dimensionando, de ese modo, lo importante por sobre lo transitorio. El mercado
se instaló entre nosotros hace muchos años y nos hemos acostumbrado. No tener
cotización definida y sobre todo palmaria aumenta el valor de las acciones del
olvido, y por más cualidades que uno tenga, no entrará jamás como favorito para
ninguna elección en la que pretenda tener alguna posibilidad de visibilización.
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