Dejó
que el teléfono sonara intentado que cesara en su capricho. Era otoño, cerca de
las ocho de la noche, hacía frío. El aparato insistía dando a entender que del
otro lado de la línea alguien estaba dispuesto a sostener la pulseada de manera
inexorable. Patricio comenzó a comprender que la urgencia lo demandaba.
Hastiado, abandonó sobre la mesa de luz su copa de escocés, bajó el volumen del
equipo musical – el violín de Paganini podía esperar -, depositó en el cenicero
de bronce - regalo de su padre - el Montecristo número tres, y marcó con su
histórico señalador de cuero la página que proponía la continuidad de El
Sentimiento Trágico de la Vida de Miguel de Unamuno.
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