Si el verdadero artista siempre crea en estado
de beligerancia, resistencia o infinita pena, ergo, jamás lo hace desde el
sosiego, el confort y la prosperidad, qué le sucede entonces cuando la dicha lo
desborda. El dieciochesco y genial físico alemán Georg Christoph Lichtenberg,
en su rol de escritor, sentenció en varios de sus aforismos sobre la necesidad
de que exista un libro de primeros auxilios para escritores, de modo sanar
estas heridas existenciales.
A su entender la idea cardinal era que un
libro, cuando menos, sea entendido por aquel que lo diseña, lo reseña, lo imprime,
lo vende, y si es posible también por aquel que lo escribe, pero para ello es
necesario buscar la verdad con denuedo y esfuerzo de manera que luego de
hallada no merezca ser abandonada en peor estado dentro de un texto acentuado por
una redacción indigente.
Crear es saldar cuentas afirmó el genio nacido
en Ober-Ramstadt, leer es tomar prestado. El verdadero artista, para poder
serlo, debe lidiar contra su dicha apenas ésta lo invade con sus embelecos. Acaso
por eso el único defecto que observaba en los escritores realmente buenos es
que casi siempre ocasionan que haya muchos malos o regulares, no cualquiera es
capaz de prestarle resistencia a su propia dicha. Si bien certificaba que con
poco ingenio se puede escribir de tal forma que otro necesite mucho para
entenderlo, no es menos cierto que no ser entendido debe resultar el máximo
castigo que puede sufrir un artista.
Así de seriamente, y bajo los cánones de
Lichtenberg, tomaba el Fercho Salerno su vocación literaria, a tal punto que
ninguna alegría le era admisible porque de hacerlo estaría conspirando contra
su propia desdicha creativa.
Su beatitud dependía de la pesadumbre, de las
angustias, de sus congojas, de su fatiga, por eso escogía para enamorarse
doncellas inaccesibles o prohibidas, en tanto sus amistades, optaba por
compañías de dudosa integridad moral, para sus momentos de esparcimiento bares
oscuros y ciertamente lúgubres, para sus caminatas barrios de baja calaña
completos en calles sin salida, a la hora de la música acordes melancólicos,
cuando lecturas las escogía sombrías y cetrinas, mientras que las noches con
niebla le resultaban ideales a sus fines existenciales. Desde luego que yo, con
mi vulgaridad, no ingresaba dentro de esos cánones existenciales del Fercho
Salerno más allá que fui en único nexo que tuvo con la vieja barra de la calle
Potosí, en tiempos en los cuales su familia vivía en Almagro, sobre la calle Francisco
Acuña de Figueroa casi esquina Díaz Vélez. Cuando terminó el segundo año de la
secundaria se mudaron a Caballito, y fui el único que mantuvo el interés en
tenerlo como amigo, además cuando salía del colegio Calasanz pasaba por la
vereda de su casa para tomarme el 155, de manera que una o dos veces por semana
le tocaba timbre para saludarlo. Fue allí cuando empecé a notar su corazón de
poeta. El Fercho comenzó abandonando las banalidades que suelen decorar a la
adolescencia identificándose con la complejidad existencial, sus desafíos y sus
propuestas, la finitud como verbo, sujeto y predicado de sus días, intentar
derrotar esos ancestrales éxitos por los cuales se ufanaba, perforar sus
inquisidoras vanidades. Poco a poco lo vi alejarse a pesar de nuestra fraternal
cercanía, hasta que un día, desde esa puerta de la calle Directorio al cien,
nadie salió a atender luego de que insistentemente tocara varias veces el
timbre. Reiteré la operatoria durante el tiempo que duró ese ciclo lectivo obteniendo
idéntico resultado, luego mis rutas cambiaron y nunca más porfié en la empresa.
Pasados los años, por obvias razones de
afinidad, seguí su carrera como prestigioso escritor. Me resultaba
afectivamente imposible hacerlo a un lado de mis intereses sensibles, de mis
recuerdos más emotivos. Por eso no me extrañó que las noticias aseguraran que
Fernando María Salerno, el Fercho, para la barra de Almagro, se haya quitado la
vida apenas recibió la nominación para el Premio Nobel de Literatura. Su
reacción ante semejante logro, ante tamaña dicha, merecía una refutación
beligerante de similar intensidad; "hay ofensas que no tienen retorno", rezaba la breve nota de despedida, escrita de su puño y letra...
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