El escritor y su gato compartiendo soledades

El escritor y su gato compartiendo soledades
Los infiernos del escritor

viernes, 20 de enero de 2017

Maestros del blues Stanley Jordan... y una historia real, a modo de cuento, sobre la falacia de la exoticidad












Virtuosísimo guitarrista de jazz norteamericano nacido en Chicago el 31 de julio de 1959. Su novedosa técnica ha extremado los límites de la escuela del tapping. La misma consiste en presionar las cuerdas con las dos manos, en lugar de la tradicional de rasgar con los dedos de una mano y presionar las cuerdas contra el mástil con los dedos de la otra. Con esta técnica consigue reproducir el sonido de dos y hasta tres guitarras o de acompañar el sonido principal con líneas de bajo. Allí logra armonías complejas y sonidos limpios similares a los del piano. Es un gran experimentador de la músico terapia a la cual le dedica mucho tiempo de ensayo debido a ello no ha logrado la espectacularidad y el éxito que su talento merecen. Sus detractores insisten que es un guitarrista que abusa de la técnica lo cual complica la actuación y el lucimiento de otros instrumentos. Incluso su afinación es muy particular. Si bien su género es el jazz ha incursionado en el blues con enorme maestría.


Álbumes oficiales

·                    Touch Sensitive (1982)
·                    Magic Touch (1985)
·                    Standards, Vol. 1 (1986)
·                    Flying Home (1988)
·                    Cornucopia (1990)
·                    Stolen Moments (1991)
·                    Bolero (1994)
·                    The Best of Stanley Jordan (1995)
·                    Stanley Jordan Live in New York (1998)
·                    Relaxing Music for Difficult Situations, I (2003)
·                    Ragas (2004)
·                    Dreams Of Peace (2004)
·                    State of Nature (2008)
·                    Friends (2011)



¿Recuerdan el film Cita a Ciegas?



La exótica ensalada de frutas


Hacia finales de la década de los noventa desarrollaba funciones en el sector Logística del Banco Francés, entidad que por entonces había pasado a manos del grupo financiero internacional BBVA. Este sector estaba compuesto por varios compañeros que se dedicaban a organizar, analizar y gestionar las licitaciones de los distintos rubros: construcción, seguridad, mantenimiento, mobiliario, útiles, en función de una planificación de compras establecida desde las más altas jerarquías.  Yo venía desde un sector al que podíamos definir como economato, submundo dentro de la misma área que se dedicaba al inciso de la distribución de esos mismos insumos hacia todas las sucursales del país. Llegado al lugar, de inmediato, me encargaron la tarea de controlar la gestión administrativa. Por mis manos pasaban todas las facturas del sector las cuales debía cargar no solo en el sistema contable central sino además en una planilla diseñada en Excel para control interno, además de hacer todo el recorrido de firmas, establecidos por norma interna, de acuerdo a los montos establecidos. Al poco tiempo fui ascendido al rango de gestor de compras del área construcción, remodelación y mantenimiento de sucursales. Era responsable de las compras y contrataciones por un global que ascendía a los 30 millones de dólares anuales,  además de proseguir con mi tarea de control de gestión del presupuesto.
Llegadas las primeras fiestas navideñas en mi nuevo lugar de trabajo noto con cierta desconfianza que comienzan a llegar a mí nombre infinidad de regalos empresariales. Relojes, ropa, electrodomésticos, órdenes de compra, anteojos ahumados, finas agendas, lapiceras de excelsa calidad, cajas de habanos cubanos, encendedores, set de instrumental para vinería, vinos y espumantes de las mejores bodegas nacionales, canastas con productos para la época, encurtidos, embutidos, detalles estos que ciertamente me incomodaron ya que venían de parte de las empresas que participaban en las licitaciones que yo llevaba adelante. Hablo de empresas constructoras, fábricas de muebles, corporaciones de mantenimiento, de electricidad, de revestimientos. Tristemente ningún libro, ni siquiera un CD. Lo primero que hice fue consultar a mis superiores sobre la situación. No me interesaba recibir dádivas, estaba muy contento con mi trabajo y con mi salario como para permitirme pensar en atajos que choquen de frente con mi forma ética de pensar y de sentir la vida. No te preocupés, me dijo el subgerente. Todos reciben regalos empresariales, acaso vos, por el lugar que ocupás va a recibir más, pero no te calentés, aceptalos. Nadie lo va a tomar a mal. De hecho a mi me los mandan a casa, y te puedo asegurar que son de otro target. Además la totalidad de los proveedores los envían, de manera que a nadie vamos a beneficiar ni a perjudicar, creo que en el fondo lo hacen para no quedar descolgados y en desventaja. De todas formas me alegra que me lo hayas preguntado, habla bien de lo que sos como tipo, no me equivoqué al traerte al piso, finalizó mi superior.
Pasaron los días y era imposible intentar consumir o utilizar las atenciones que gentilmente me obsequiaban las empresas, me daba vergüenza tener que tomar diariamente  un taxi para irme a casa por la cantidad de bultos a cargar y no volver, como de costumbre, en el subte de las 6.15 PM Buenos Aires, de manera que comencé a socializar el arca de la buenaventura con algunos de mis compañeros, sobre todo con aquellos que no tenían tanta suerte ya que su ítem de contratación no contaba con una lista de proveedores extensa. Para qué quería yo diez relojes, por más Seiko, Omega, Tressa, Citizen, Tissot o Bulova que sean, lo mismo sucedía con los anteojos ahumados o con la ropa, o con la comida o con la bebida. Y así familia y amigos comenzaron a disfrutar, junto conmigo y con Dorita de nuestro modesto gordo de año nuevo. Nunca me lamenté por haberlo hecho, incluso cuando tiempo después nos llegó la mala y muchos de ellos comenzaron a darnos la espalda. Éramos felices compartiendo, valía la pena disfrutar de esa mueca de asombro cuando la mano se extendía.
Pero hubo un detalle que guardamos con sumo sigilo. Era nuestro secreto. Una tarjeta Gold para dos personas en el suntuoso y reservadísimo restaurante Lola, ubicado en el porteño barrio de Recoleta. La cita no tenía fecha de vencimiento por tanto decidimos esperar el momento acorde para aprovechar la invitación. Recuerdo que la empresa que nos obsequió la tarjeta fue La Europea, proveedora de revestimientos y alfombrados, desconozco si en la actualidad aún existe. La vendedora era una chica muy amable por cierto, su belleza estaba en su gentileza y simpatía. De hecho si no hubiera estado comprometido con Dorita y en soledad, acaso quién sabe... Tal vez ella esperaba eso, es lo primero que me dijo Dori, nunca lo supe... Todo contrafáctico.
Dejamos pasar algunos meses confiando en la palabra de la vendedora con la cual seguía manteniendo contacto laboral. De alguna manera ella apresuró nuestra visita al lugar. Su insistencia determinó nuestra decisión, abril sería el mes, viernes el día. De alguna manera la media estación nos permitía obtener ciertas seguridades con relación a  la indumentaria debido a que nuestro guardarropa exhibía mayoritariamente prendas de un tenor atemporal. Vale decir, no debíamos hacer inversiones extras para la ocasión. Llegamos al sitio en nuestro modesto Gacel modelo 1985 luciendo impecable traza otoñal. Los perjuicios jugaron en la partida y conscientemente obviamos el playón que proponía el restaurante abandonando el rodado a tres cuadras de su emplazamiento. No había necesidad que nuestra austeridad sea expuesta a los ojos bisoños y discriminatorios de los ventanales linderos.

Ingresamos al lugar e inmediatamente presentamos la tarjeta ante un caballero de refinado jaquet quien supusimos el maître. En efecto, de él se trataba, su elegante investidura y presencia lo colocaban en un sitio descollante en el salón. Con suma gentileza nos guió hacia un pequeño reservado vecino compuesto por ocho mesas bien separas en donde sillas y sillones conformaban un placentero maridaje, mobiliario, cortinados y mantelería hacían juego en discretas tonalidades beige. Una vez ingresados al apartado el joven giró sobre su eje y nos invitó a que escogiéramos nuestro lugar de preferencia. Optamos por el más pequeño, uno que estaba a la vera del ventanal que daba a los jardines internos; éramos dos, de manera que no valía la pena derrochar en banales superficies. Antes de tomar asiento - ya estábamos corriendo las sillas – el maître convocó a tres mozos los cuales serían a la postre nuestras referencias exclusivas durante la noche. Luego de la bienvenida, dos de ellos nos quitan los abrigos haciéndose cargo de movilizar las sillas para nuestra comodidad, mientras que el tercero comenzó a completar con panes finamente saborizados, delicados entremeses y dos copas generosas de un exquisito Jerez Amontillado, una pequeña mesa lindera que estaba instalada entre el ventanal y la mesa principal. Algunos breves y apocados vocablos nos dieron la certeza que los tres jóvenes provenían de Pagos mesopotámicos. Todo el ámbito parecía ostentar un nivel de insonorización excluyente. No se detectaban estridencias contiguas que pudieran ocasionar interrupciones en el diálogo. La música clásica acompañaba nuestra incomodidad. Y digo incomodidad inicial ya que íntimamente nos percibíamos ajenos a ese mundo selecto, cosa que por cierto los mozos hicieron todo lo posible para menguar. Mi primera sorpresa fue la llegada de ambas cartas, elegantemente doradas, no podía ser de otra manera. Ninguna de las dos tenía precio, era lógico, se trataba de una invitación. Dejamos la elección del Cabernet Sauvignon a criterio del sommelier que gentilmente se nos acercó para tales efectos a la par de consultarnos qué menú habíamos escogido como entrada, plato principal y postre. Luego de una clase magistral al respecto nos conminó a que modifiquemos el cepaje y optáramos por un Merlot Patagónico cosecha 1994 para la cena propiamente dicha, y otro más joven cosecha 1999, debido a que para el final de la velada nuestra decisión se había volcado hacia un antojo que tenía cobijado desde hacía añares: una tabla de frutas exóticas.

El servicio fue impecable durante toda la noche, hasta sentimos algún cosquilleo aristocrático mal habido ya que, más allá de las gentilezas, nuestra perturbación pasaba por un petulante grado de subsumisión impuesta a los trabajadores, de parte de la firma y a favor del cliente, que no se correspondía con nuestras visiones sociales igualitarias. Hasta en algunos instantes nos percibimos invadidos, acaso adulados en extremo.
Las crepes de variadas verduras acompañando unos langostinos con salsa americana, los fiambres y quesos artesanales y los riñoncitos de cordero patagónico salpicados en ciboulette resultaron insondables delicatessen a la hora de degustar. Pero aún quedaba lo esperado. Combinar ese joven Merlot previamente recomendado con la ansiada tabla de frutas exóticas. Excitación adicional que tenía individualmente ya que Dorita, cuando sus tiempos de soltería, había viajado por latitudes caribeñas en donde tuvo la fortuna hasta el hartazgo de consumir todo aquello que para mí significaba una novedad. Incluso ella rechazó compartir el convite optando por una copa helada.
Y llegó el momento esperado. El deslizamiento de la rústica y laqueada madera hacia el centro de la mesa y lo que pude observar sobre ella promovió una de las desilusiones más notorias que en lo personal haya tenido como comensal. La tabla, muy artística y cuidada en simetrías, exponía cortes gemelos de banana, donosos gajos de mandarinas y pomelo rosado, bastones de manzanas y peras en macedonia formación, círculos de duraznos, ciruelas, damascos y pelones, uvas bicolor estableciendo una suerte de flor en cuyo centro se dejaba descubrir un frutilla de fuerte bermellón, cuatros bolitas, dos de sandía y dos de melón, parecían oficiar como residentes ultimados de una exoticidad que brillaba por su ausencia, una hoja de menta caía melancólica por uno de los laterales. Me quedé mirando el centro de mesa sin comprender la situación. Años esperando por el mango, el maracuyá, la guayaba, la papaya, la piña baby, el coco, la tuna, la platonia, acaso hasta eran conversables algunos frutos rojos de los bosques andinos. Ante mi consulta, a modo de curiosidad y lejos del reproche, se me explicó que dicho plato estaba diseñado a favor del turista y que la tabla fue elaborada por el jefe de cocina con productos exóticos para los extranjeros, comunes y corrientes para nosotros. Todas estas frutas están seleccionadas y provienen de quinteros que trabajan para Lola con exclusividad, sentenció el maître. El sabor amargo no se disipó con la explicación, tal vez esa era la única oportunidad que de cara hacia el fin de mis días tendría para aprovechar de aquel colage de manjares deseados. El término de la velada nos reveló que el vino no había hecho mella en nuestras capacidades intelectuales y motrices de manera que nos retiramos del lugar no sin antes dejarles como propina a nuestros gallardos anfitriones el equivalente a una pizza grande de muzzarella con un par de cervezas en el Banchero, detalle que agradecieron de manera muy respetuosa.
A los pocos días me reencontré en la oficina del Banco con la gestora de la empresa que me obsequió la tarjeta, a la cual le agradecí por tan hermoso detalle, ahora si con el fundamento de la praxis. Nada le comenté sobre mi desilusión.
Diecisiete años después recordé esta historia. Me vino a la cabeza a poco de observar que en la verdulería de Coronel Dorrego, de la cual soy cliente y cuyo propietario es mi amigo Mariano moraban entre los cajones ciertas especies que desconocía. Ante la consulta y de forma natural me respondió con aquellos nombres buscados en mi otra vida, aquella de los presuntuosos oropeles recoletos y dádivas empresariales. Y las piñas baby, los mangos, las papayas, los maracuyás comenzaron a formar parte de mis postres cotidianos. Ya no era necesario vestirse de elegante sport ni dejar estacionado el auto a tres cuadras. Lo exótico no descansaba en los frutos en sí, sino en el subjetivo imaginario que nosotros tenemos sobre la cuestión. Lo exótico no existe, lo único que pervive es el trivial deseo por aquello que desconocemos, incisos que sospechamos están radicados en lugares tan extraños y tan vulgares como los nuestros... 




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