El Inconfesable
éxito de escritor fracasado
Promediaba diciembre.
Se acercaba esa época recurrente y escasamente original en donde la simulación
aseguraba venturas insostenibles. Recordó a Kundera cuando se atrevió a
desafiar desde su pluma a aquellos moralmente superiores que se jactan de sus
magras valentías: “Algunos se alegran de que la inflación de cobardía
trivialice su actitud y les devuelva el honor perdido. Hay otros que ya se han
acostumbrado a considerar su honor como un privilegio especial al que no
quieren renunciar. Por eso tienen por los cobardes un amor secreto; sin ellos
su coraje se convertiría en un esfuerzo corriente e inútil que no suscitaría la
admiración de nadie”. Edgardo pensaba que nadie es del todo valiente
simplemente por sus actos, el condimento que necesita la gallardía es el renunciamiento,
el silente rechazo a todo aquello sobre lo cual, para el hombre vulgar, resulta
imposible la resignación. Lo inconfesable es la virtud máxima, el mayor honor,
la obra maestra, una suerte de postgrado humanístico existencial, diploma
crítico en la intimidad de su ser universo.
Edgardo Morán, como
siempre para estas fechas, se permitía licenciar todo aquello relacionado con
balances y auditorías anuales, cuestiones que por comunes y corrientes las
observaba como banales e incluso como costumbres improcedentes. De manera que
alejado de los arqueos vivenciales y de esos sospechosos asientos libro diario
intentaba no transformar la memoria es un simple relato contable. Además no
tenía razones por las cuales engañarse, sus fracasos personales y literarios
eran tan contundentes que no valía la pena ni el sacrificio ponerlos al
descubierto en aras de una simple fórmula estadística. Todos sus allegados,
ente los que me incluyo, conocían de manera detallada cada poema no leído, cada
cuento postergado, cada novela inconclusa. Aún así un inconfesable arcano lo
mantenía en estado de optimista espera. Su mayor éxito como escritor, un ensayo
historiográfico que examinó sus talentos literarios de manera exponencial.
Edgardo Morán tuvo una compleja exigencia: desaprender varios incisos de sus
conocimientos poéticos adquiridos para poder desarrollar la encomienda
solicitada, sobre todo en el área de la lingüística, ya que debía instalarse en
el mundo intelectual y comprensivo de un niño de doce años de edad. Sus dudas estaban
instaladas dentro de ese campo informativo, no tanto en la temática. Cómo podía
cumplir con su compromiso si ya, en el marco de su quinta década, no alcanzaba
a tener referencias ni memoria sobre aquel tiempo vivido, precoz y lejano decil
etario en el cual se debía instalar, en cuerpo y espíritu, como relator y
ensayista...
La propuesta de
trabajo recibida por una familia que bien sabía de sus dotes literarias rezaba
sobre el armado de una reseña historiográfica acerca del Combate del Cerro de
la Caballada y la resistencia del pueblo maragato, evento acontecido en las
cercanías de la localidad bonaerense de Carmen de Patagones, en el marco de la
Guerra contra en imperio brasileño en el año 1827. Este trabajo estaba
destinado a participar en un certamen literario nacional representando a la
escuela en donde su pequeño solicitante cursaba, el evento estaba organizado
por el Ministerio de Educación de la Nación, la Biblioteca Nacional y el
Ejército Argentino al conmemorarse durante ese año 2007 el centésimo octavo
aniversario de la épica gesta. El premio constaba de equipos informáticos de
última generación para el establecimiento educativo ganador y un equipo
similar, más un viaje de una semana para el alumno y su familia a la localidad
de Carmen de Patagones para asistir a los festejos conmemorativos, en donde el
ensayo sería leído y luego publicado de manera oficial, texto original que
moraría por siempre en dependencias del museo local, y una tirada que incluiría
un ejemplar para cada casa de estudios a lo largo y a lo ancho del País. De
manera que existía una doble selección. Primero tratar de elaborar un escrito
que sea valorado entre tantos por las autoridades de la escuela para bien
representarla y en segundo término otorgarle una dimensión historiográfica y
literaria equilibrada para poder ser competitivo teniendo en cuenta que no
menos de cinco mil ensayos estarían sujetos al dictamen del jurado. Y digo
ensayo a pesar de la edad de los concursantes debido a que las exigencias, en
cuanto al formato y la extensión, daban cuenta que no se trataba de una simple
monografía a mano alzada, cuestión que podía afrontar cualquier buen copista,
se demandaba un desarrollo que debía comprender prosa y relato en grácil
matrimonio temático teniendo siempre en cuenta la edad del aspirante. Nunca
olvidó, Edgardo Morán, que los docentes y jurados acostumbrados a dictaminar
sobre los empeños de los jóvenes lo hacen en función de una premisa tan
elemental como determinante: “Si no hay errores, no lo hizo el alumno”. La
ausencia de fallos es la máscara delatora más eficiente para detectar el
fraude. Por mínimo que sea es necesario exhibir erratas inmediatas que
convenzan al evaluador que la identidad de autor no debe ni puede ponerse en
duda, de forma tal su consciente determine que es un inciso menos para
atender, cuestión que favorece la concentración del magistrado. Acaso un
acento, una conjugación algo confusa, tal vez alguna redundancia.
Cuestiones menores para el vulgo pero que ofende los ojos de cualquier lector avezado.
Dilucidado el primer punto a desarrollar y no conforme aún emprendió el camino
hacia la espesura de la complejidad: desaprender. Edgardo Morán no podía
escribir el ensayo como Edgardo Morán, lo debía hacer como Mariano Cucaro y
para ello pensó que la solución estaba en manos del pequeño Mariano Cucaro.
Frecuentarlo dos o tres horas diarias durante un mes so pretexto de sus
dificultades escolares le daría un acabado conocimiento sobre el manejo del
lenguaje del joven lo que le posibilitaría desaprender su léxico personal y
regresar a la lógica de su olvidada niñez. Una tarea psicológica existencial
aderezada con un inestimable compromiso altruista lo instalaba a Edgardo Morán
dentro de una atmósfera de sano temor. Desaprender es una experiencia riesgosa,
oscura y desconocida, con resultados no previstos. De manera que tomada
la decisión sobre la mecánica a implementar comenzó a trabajar sobre el
segmento de sus emociones; allí, en esa porción de la memoria es en donde
instalaría su presente cognoscitivo, dejando el resto de su masa virgen y a la
espera del escarnio intelectual.
Dos meses le llevó
la dura tarea de sospecharse internamente como Mariano Cucaro, instancia que
determinó oportuna para comenzar con el ensayo en sí propio. La
bibliografía recomendada era extensa debido a que la mayoría de los
textos clásicos le dedicaban menos de una carilla a la gesta, excepto el
trabajo realizado por el revisionista Adolfo Saldías, material que le fue
enviado a su pedido por una sobrina nieta del eximio historiador. Debido a ello
centralizaban sus atenciones en las crónicas y gacetillas maragatas, sobre todo
a los testimonios de los descendientes de quienes combatieron aquel 7 de marzo
de 1827. Vaya coincidencia, un 7 de marzo pero de 1976, moría el padre de
Edgardo Morán en una sala oscura y cruel del Hospital Muñiz. Nunca me lo
confesó pero creo que esa concomitancia temporal lo ayudó mucho para aceptar la
encomienda. Mariano y Edgardo acordaron no realizar una reseña estricta y
tradicional sobre la Batalla del Cerro de la Caballada sino desarrollar una
historia paralela tomando a uno de los protagonistas de la gesta imaginando
cada circunstancia vivida en el frente de combate. Desde luego que no serían
omitidos los datos centrales e indiscutibles, pero se haría en el marco de una
suerte de ficción historiográfica en donde nadie tendría autoridad para alegar
que lo relatado allí no ocurrió, justamente porque el texto le daría
credibilidad y probabilidad a la historia. Evidentemente Mario no había logrado
desprenderse de todos sus conocimientos pasados. Sabía que el jurado iba a
prestar suma atención a todo aquel escrito que por su originalidad lo saque de
una rutina plagada de datos conocidos, copiados y pegados casi de manera
obscena. Uno de los ítems insoslayables era la exposición de dos ejemplares. El
primero debía estar escrito de puño y letra por parte del alumno, con tinta
azul, presentado en las tradicionales hojas de carpeta, y un ejemplar gemelo
pero tipeado en computadora según indicaciones y formatos específicos. Edgardo
suponía que la idea era mantener el manuscrito ganador como el histórico
original en el museo de Carmen de Patagones y su copia estaría destinada a la
impresión del trabajo para su posterior encuadernación y distribución. Los tiempos
se habían acortado vertiginosamente de manera que era momento para comenzar a
desarrollar el ensayo historiográfico planificado.
La merienda, luego
de la siesta, fue la hora acordada por el binomio, esto le permitía a Mariano
cumplir con sus obligaciones escolares durante la mañana y a Edgardo consumar
sus contratos como traductor, profesión de la cual vivía de manera muy modesta
por cierto.
Dos semanas
alcanzaron para bocetar el borrador del trabajo, las diez carillas exigidas
rezaban sobre las vivencias, redactadas en primera persona, del marino
norteamericano Juan Bautista Thorne, miliciano voluntario que tuvo la
osadía de asaltar al buque del imperio El Itaparica, exhortar la
rendición a su capitán y arriar de inmediato el pabellón del navío agresor.
A los pocos días de
comenzar la tarea Edgardo se vio en el deseo de explicarle a Mariano las
razones por las cuales, habiendo muchos otros valientes, acaso más destacados y
criollos, escogió al marino Thorne como protagonista del relato. Los
azares de la literatura y la investigación nos llevan a revelaciones
inesperadas, le comentó. Para luego extenderse. Cuando tenía tu edad vivía en
el barrio porteño de Caballito, casi al límite con Flores, más precisamente en
la esquina de José Bonifacio y Malvinas Argentinas. Era una casa modesta pero
amplia, muy luminosa con varios ventanales al exterior. Como era un terreno de
esquina no tenía patio interno, apenas un fondo que mi madre utilizaba como
lavadero. De manera que la calle era el hábitat natural para jugar y disfrutar
con mi barra de amigos. A una cuadra nacía una cortada poco transitada que
emergía escondida por entre la fronda imponente de la Avenida Pedro Goyena.
Como era muy poco transitada, y más en aquellos tiempos, se imponía sin
protesto como nuestro lugar elegido para jugar. Esa cortada, que tiene la
característica de morir y nacer varias veces en su recorrido por eso los
vehículos la solían evitar para nuestro beneficio lúdico, se llamaba Thorne, y
nunca tuve la curiosidad por saber las razones de su nombre. Hermosa manera de
aprender y recordar...
Una vez finalizado
y corregido el borrador leyeron el ensayo no menos de diez veces. El dilema era
ubicar con precisión quirúrgica esas dos o tres erratas que no pusieran en duda
la autenticidad del texto y su correspondencia con la identidad del joven
autor. Escollo que fue solucionado por el propio Mariano al momento de
transcribir el borrador hacia el original, debido a que en el amanecer de la
obra pasó por alto un par de acentos además de establecer un confuso pero
legible recorrido de signos ortográficos. La corrección final por parte de
Edgardo subsanó cualquier reiteración. Como anexo, Morán le propuso al
muchacho, a modo de epílogo incluir en ambos ejemplares algunas copias de
imágenes que rememoraban la gesta épica. De esta manera quedaba graficada la
investigación realizada. Completados los pasos armaron las dos carpetas y las
introdujeron en el sobre bolsa para que Mariano lo presente ante la Directora
de la escuela lo más rápido posible, teniendo en cuenta que en pocos días se
estaba venciendo el plazo estipulado.
El tiempo
transcurrió sin mayores novedades. Edgardo le había advertido al Mariano que en
este tipo de cuestiones no valía la pena ilusionarse ni crearse falsas
expectativas. El intento y el conocimiento adquirido ya eran suficiente premio.
Aún así el joven vivía sus días con marcada ansiedad debido a que su guía había
estimulado de manera exponencial placeres para él desconocidos. La literatura,
en especial la ficción, fue uno de ellos. La primera tarde, luego de entregado
el trabajo, sintió una extraña sensación de ausencia, una suerte de duelo,
instancia de congoja que no tenía manera de dar a conocer. No estaba interesado
en salir a jugar con sus amigos ni en ver televisión, carecía de ese hábito que
lo había acompañado buenamente durante las últimas semanas, su determinación
estaba centrada en la tarea creativa y esbozar esa experiencia en el papel. Así
comenzó, en el silencio de la siesta, a descubrirse tímidamente como aprendiz en
las artes literarias, emulando, sin dejar inciso de lado, a Edgardo Morán, un
escritor desconocido, ducho en las ciencias del fracaso, un freelance que se
ganaba la vida desde su oscura y solitaria morada, realizando traducciones de
variado tenor.
Cierta mañana, a
poco de ingresar al aula, la maestra le indica a Mariano que debe ir de
inmediato a dirección bajo requerimiento de las autoridades del
establecimiento. Su corazón comenzó a latir a ritmo acelerado. No podía ser
otra cosa que recibir la información que estaba aguardando desde hacía dos
meses. Un boletín impecable y una conducta ejemplar no ameritaban otra cuestión
que no fuera el concurso literario. Efectivamente, luego de golpear la puerta
del despacho y recibir el visto bueno interno observó que su madre y su padre
estaban apostados a los costados de la Directora, ambos sonriendo como nunca
antes los había visto. Varias cajas, de buen porte, herméticamente
cerradas les hacían firme vigilia cual guardia pretoriana. Te queremos dar
la buena nueva que tu ensayo historiográfico ha obtenido el primer premio en el
concurso nacional sobre la Batalla del Cerro de la Caballada, - inició su
alocución la Directora -, no te avisamos sobre la preselección que hicimos
en la escuela para no crearte desmedidas ilusiones. Sabíamos que estábamos ante
un extraordinario trabajo literario, pero a una, como formadora, siempre le
queda la duda, por eso dejamos que el tiempo se encargue de responder. Como ves
a tu derecha, la escuela ya recibió los premios acordados, cosa de la que
haremos mención durante el acto de fin de curso, estas cajas que están a tu
izquierda son de tu pertenencia, y la presencia de tus padres se debe a la
entrega que les hago en este mismo momento del pack correspondiente a los
pasajes y la estadía en Carmen de Patagones, en la fecha consignada, a los
efectos de los actos conmemorativos de la gesta histórica. Felicitaciones,
Mariano, no solo le has hecho un gran aporte a la institución desde lo
tecnológico y educativo, además has logrado posicionarla en el ámbito de la
cultura nacional. Estamos muy orgullosos de vos, de tus padres y de alguna
manera de nosotros mismos, ya que en buena medida somos los responsables de tu
formación. Luego del empalagoso rito de los usuales besos y abrazos Mariano
pidió permiso para retirase más temprano ya que deseaba comunicarle la novedad
a su entrañable mentor, amigo del barrio que hacía varias semanas no visitaba y
que lo sospechaba tan ansioso como él por saber del destino que había corrido
tamaño esfuerzo intelectual. Con la anuencia de sus padres, conocedores pero
silentes del embuste, la Directora prestó su autorización. Agitado, Mariano,
arribó a la casa de Edgardo, tocó el timbre en varias oportunidades, nadie le
respondió. Le llamó la atención, el escritor era hombre de vida muy ordenada,
metódica y casi sistemática, sus mañanas estaban dedicadas a las traducciones
cumpliendo con un horario formal y establecido. Supuso de algún trámite o
cuestiones por el estilo. Prefirió no esperar y volver en otro momento. Esa
misma tarde hizo un nuevo intento hallando la misma respuesta. Así pasaron
varios días, el mismo silencio, la misma ausencia. A la cuarta jornada, a poco
de observar que la vecina contigua a la casa del escritor estaba
hermoseando sus rosales del jardín aprovechó la ocasión para preguntarle si
sabía algo de Edgardo Morán. Tristemente y en el lapso de una semana Mariano
había recibido la mejor y la peor noticia de su corta vida. Y ambas tenían
relación con la misma persona. La primera de boca de la Directora, la segunda
de boca de la vecina de Morán. Edgardo había fallecido hacía un mes por causa
de un cáncer pancreático fulminante. Nosotros, sus deudos, familiares y amigos,
siguiendo sus precisas indicaciones, hicimos cremar el cuerpo y diseminamos sus
cenizas prolijamente por entre el empedrado de la calle Thorne, entre José
Bonifacio y Avenida Directorio, uno de los pocos lugares en donde Edgardo Morán
había sido feliz. Antes de partir y como colega, Morán me encargó acercarme al
joven Mariano Cucaro, me explicó la relación literaria que tuvieron, explicando
con lujos y detalles la hermosa experiencia vivida, solicitándome de manera
específica que le insista en no olvidar que durante un tiempo maravilloso
fueron artísticamente uno, que no había razón alguna para confesar
absolutamente nada si es que la suerte lo premiaba y que se iba de este mundo
convencido de que el joven iba en camino de ser una versión muy mejorada de sí,
transformarse en el volumen original de la historia. Así lo hice, tanto Mariano
como sus padres accedieron con tristeza a la última voluntad de Edgardo,
conversamos un largo rato y se comprometieron a cumplir taxativamente con el
inconfesable acuerdo, unión literaria que el muchacho trataría de honrar en
cada acto de su vida.
Es diciembre de
2016, pasaron nueve años desde la muerte del escritor fracasado y aquel bello
logro inconfensable, y guardo para mí el mismo sentimiento que Edgardo Morán
tenía por estas fechas. Por ventura varios cuentos y poemas de Mariano Cucaro
han obtenido menciones y amplia valoración en los círculos literarios juveniles
más importantes, ganándose una merecida beca como escritor en el Fondo Nacional
de la Artes. Pasados los años, Edgardo sigue siendo su mentor, su mejor fuente,
tanto es así que semanalmente el muchacho dispone de algunas horas para caminar
por la calle Thorne, por el empedrado de la calle Thorne, cuando la rima le es
esquiva, cuando no logra que el cuento se transforme en una obra
inconfesable...
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