El escritor y su gato compartiendo soledades

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Los infiernos del escritor

jueves, 22 de septiembre de 2016

Gilbert y Pedro, devotos del Temple (Relato)




Devotos del Temple

Gilbert Hérial ingresó a la orden siendo muy joven, durante el período tibiamente pacífico que se desarrolló entre la segunda y tercer cruzada, avanzada la séptima década del siglo XII, convencido que servir a Dios, sin dejar incisos de lado, incluso la espada, debía ser el paradigma de todo aquel que comulgara unívoca y universalmente con la fe cristiana. Esta actitud de vida lo premió en el año 1193 llegando a erigirse como el decimosegundo Gran Maestre Templario. Gilbert procuró, durante su liderazgo al frente de los Pobres Caballeros de Cristo del Templo de Salomón, reafirmar la paz que Ricardo Corazón de León había logrado con los musulmanes, acuerdo que el propio britano había sellado con el mítico Saladino, el 2 de septiembre del año 1192. Sus desacuerdos con el Papa Inocencio III, debido a esta política de consenso con los infieles y herejes, generaron que la orden fuera desplazada de las prioridades pontificias, dilema que logró remediar luego de haber participado y destacado en la reconquista de la península Ibérica. Hasta aquí el sumario oficial que la historia pontificia nos legó sobre Gilbert, reseña que cualquier curioso puede encontrar en los textos corrientes que describen la historia del Temple. Manuscritos en caracteres griegos y latinos, hallados en el monasterio de San Polo, ubicado a las orillas del Duero, en la ciudad de Soria, España, veinte años después del final de la orden, acaecida en el año 1314 con el calvario del último Gran Maestre Jacques de Molay, aseveran que Gilbert Hérial, además de los votos cardinales que la orden demandaba, se reservaba para sí la tarea de formar espiritual e intelectualmente de manera personalizada a jóvenes con proyección, aspirantes que debido a su entereza, altruismo y constricción religiosa eran llamados a ser los futuros líderes de la orden. La difusión de estos manuscritos le dio la posibilidad a los juglares del medioevo a recrear sátiras desdorosas en contra de Gilbert, en donde la sodomía y una extensa variedad de perversiones le eran adjudicadas a modo de comedia. Justamente los llamados gollardos era la troupe de artistas itinerantes más virulenta debido a su génesis clerical. Los cazurros, los remedadores y los zaharrones, acaso menos violentos, no omitían exponer con sus imitaciones grotescas escenas sobre las imaginarias obscenidades endilgadas a los Templarios, en especial haciendo mención de su decimosegundo Gran Maestre. En los escritos citados consta que uno de sus discípulos más avanzados, acaso con el que Gilbert tuvo mayor intimidad, fue Pedro de Montaigú, joven que, posteriormente, desde el año 1219 y hasta el año 1230 fuera ungido como el decimoquinto Gran Maestre de la Orden. Ya en nuestros días Umberto Eco, en su brillante novela El Péndulo de Foucault, de manera satírica, hace referencia a ciertas prácticas en donde la obediencia y la subsumisión sexual se imponían como condición indispensable para acceder a los estadios superiores de la orden. Lo cierto es que nadie, en pleno auge del Temple, hubiera osado replicar estas versiones tan fantasiosas como ofensivas, solo fue posible cuando los Caballeros cayeron en desgracia papal mediante los ignominiosos y mendaces procesos a los que fueron sometidos sus últimos integrantes, incluido el mencionado de Molay. Se los acusó de herejía, sodomía y paganismo, de sacrilegio, de escupir la cruz y negar a Cristo mediante ritos heréticos, y también se los acusó de tener, como norma de convivencia y evolución interna, prácticas homosexuales. Se cuenta que uno sus integrantes, Godofredo de Charnev, admitió en el juicio haber oído, siempre bajo amenaza de tortura, versiones sobre el asunto: “el besar y lamer tanto el ombligo como otras partes inconfesables del Gran Maestre, a saber los glúteos, eran excesos que los jóvenes aspirantes debíamos complacer para las ansias de los superiores. Dichas acciones estaban incluidas en un vademécum no escrito, pero arropado por una meritualidad tácita”. Estas confesiones bajo amenaza de tortura sirvieron de pretexto para que el papado concluyera que la orden era un nido de impudicias y atrocidades antinaturales, actividades sumamente indignas que intentaban extender maliciosamente a toda la población. Nada de lo relatado consta fehacientemente, los casi ocho siglos transcurridos nos permiten dudar de aquellas visiones medievales plagadas de fetichismo, falsas creencias y fanatismos religiosos muy alejados de nuestra actual lógica, incluso esta afirmación la podemos extender dentro del presente vaticano. Me afilio a creer que Gilbert y Pedro experimentaron algo que por entonces se observaba como infame y abyecto, pero que a instancias del corazón se traducía como la imperiosa necesidad de amar a un par, de sentirse complementario y complementado, de no descubrirse tan solo entre cruces dominantes, hábitos andrajosos, horas de plegarias, tajantes espadas, sangre y la angustiante espera por la muerte sarracena. Amar más allá del género y la condición, aún bajo esas circunstancias, y a la vez duplicar ese amor a favor de sus creencias superiores. Gilbert y Pedro fueron víctimas post mortem de la burla, indecoro que solamente puede entenderse a partir del prejuicio y la cobardía. Sospecho que muchos de los chungones de la época, en su intimidad, tenían como conducta corriente militar su amor con el cuerpo, libremente, sin que nadie deba pedirles explicaciones sobre determinadas exploraciones físicas. Por suerte para ellos, acaso por una cuestión etaria, ni Gilbert ni Pedro, tuvieron que soportar en vida el martirio, la ignominia de la humillación que penosamente sufrió de Molay. Tal vez alguna pequeña redención puedan hallar en este breve relato, manumisión que hasta el momento aún no ha encontrado grandeza en las entrañas de la Santa Sede.

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