El escritor y su gato compartiendo soledades

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Los infiernos del escritor

miércoles, 1 de junio de 2016

Mi viejo, el tango y el peronismo - Cuento



He sido poca cosa, para qué más, sin obviar que el itinerario, y en consecuencia el resultado, pudo haber sido bastante peor. ¿Resulta aceptable pretender arrogarse supuestos merecimientos?. Temo que la cuestión no pasa por allí; apenas una vida como tantas, plagada de magros condimentos, circuito compacto de momentos que nadie tiene derecho a juzgar, acaso ni uno mismo tiene potestad y menos aún sabiduría para hacerlo. Como habitante de las clases medias urbanas no tuve mayor alternativa que escuchar durante mi infancia – casi toda la década del sesenta y parte de la del setenta - el mismo discurso. Instancia quejosa, inconformista, repleta de aburrimientos propios y ajenos. Un período social en donde todos parecían disfrutar de sus lamentos. Tiempos de percepciones difusas, nadie ponderaba que lo peor estaba por venir. ¿He sido feliz en ese contexto? Sospecho que sí. ¿Es relevante acaso? Y digo sospecho ya que no se puede – y creo que no se debe -  establecer comparativas. Respiré todos los aromas que pude respirar, visualice todos los colores a mi alcance. Dolores, los de todo el mundo: alguna pérdida prematura, un quebranto y una puerta de salida, algo confinada, apartada, que al pretender abrirla no se comportaba como tal.
Por entonces la política era mala palabra, cuestión que históricamente una buena porción de las clases medias tiene visceralmente incorporada como elemento de jactancia.
Recuerdo que mi viejo murió el 7 de Marzo de 1976. Era joven, 66 años tenía. En lo que a mí respecta, aquellos 15 años que entonces ostentaba con ufana insolvencia y marcada torpeza los evidenciaba en cada acto de la vida. Pocos días antes de morir, postrado en el hospital, me dijo algo que nunca pude olvidar: – Los milicos jamás solucionaron nada, siempre fue para peor -. Aún siendo un acérrimo antiperonista, y cuando digo acérrimo nobleza obliga destacarlo, a tal punto que prefería evitar a su familia paterna, no consideraba sana la interrupción de los procesos democráticos aún cuando detestaba aquello que calificaba como barbarie. Nació en 1909 y era Radical de Yrigoyen. Con veintitrés años fue uno de los tantos que asistió a sus masivas exequias. Por entonces la adolescencia no se extendía tanto como en la actualidad. Al Peludo se lo comió su falta de confianza en el pueblo afirmaba. Tipo honesto mi viejo, siempre teniendo en cuenta el concepto social que se tenía entonces sobre el asunto. Contador idóneo. En esas cuestiones manejaba el lápiz como nadie constituyéndose como un verdadero docente de varios chicos que recién salían de la Facultad con sus títulos bajo el brazo. Con el tiempo esos pibes – salidos de las universidades peronistas, según él -  dejaron de serlo y fueron quedándose con su cartera de clientes sin mostrar reparos ni arrepentimientos. Después se enfermó, se jubiló y se puso a mirar la televisión hasta el día en que se murió. Diabético, legado que nos dejó a mi hermano y a mí como sello genético. Hombre de escasísima visión para las inversiones y los negocios. A poco de casarse con mi vieja – para él eran sus segundas nupcias – compraron, por planos, un departamento en el barrio de Almagro. Era un tres ambientes muy pequeñito ubicado en un segundo piso. Los planos aseguraban balcones  de ocho metros corridos en su frente y en su contrafrente. Los balcones nunca aparecieron; jamás presentó sus quejas. Apenas un par de ventanales eran útiles para que pasase varias horas del día asomado y curiosear de ese modo el paso de la gente. Tenía por costumbre conversar desde las alturas con conocidos al paso de asuntos tan menores como olvidables: La actuación de Racing del domingo, el último show de Nicolino en el Luna y todas las  novedades enunciadas en el Fontanashow, La Vida y el Canto y Rapidísimo, por Radio Rivadavia. Desde la media tarde hasta la noche, la tele...
Dejo por un rato a mi viejo. Acaso vuelva, aunque lo dudo, no es el tema...
Años después pude comprobar que hay intelectuales que aman a la humanidad y odian a la gente. Por entonces la mass media pensante hablaba de la necesidad de humanizar a la sociedad a la par que aceptaba de buen modo que la mitad de la población tuviera privada la participación política. Para ellos esa mitad no formaba parte de la humanidad, era solamente gente, barbarie, plebe, peronistas.  Si bien mi viejo – vio, no cumplí con la promesa – no tenía rango de intelectual ni mucho menos, era un analista por excelencia. En sus tiempos de postración llegó a ganar seis millones de pesos, a pura deducción, jugando a las carreras de caballos a la distancia y de ojito, además de revivir viejas partidas de ajedrez del Gran Maestro Cubano José Raúl Capablanca, su ídolo en la materia. Solía quedarse horas y horas estudiando sus jugadas buscando un quebranto, alguna mínima grieta. Era lector de novelitas. Enorme colección de breves historias que se adquirían en el kiosco de diarios las cuales tenía ordenadas temáticamente. Westerns, policiales relacionados con la Ley Seca y crónicas de suspenso eran sus publicaciones preferidas.
Antes de comenzar el ciclo lectivo solíamos pasar las mañanas en el Maracaibo, bar ubicado en la intersección de Medrano con Díaz Vélez. Todo un canto a la independencia. Un Cinzano decorado con una picada minusválida y una gaseosa de pomelo era el pedido cotidiano. – Lo de siempre don Sala – era el usual “buenos días” con el cual el mozo Roberto nos daba la bienvenida. Mi viejo era experto en cuestiones de bebidas. Me refiero a que más allá de algún desequilibrio aislado, el tipo conocía a la perfección los secretos del placer. Una vez cada quince días pasábamos por la peluquería de Ibáñez; la media americana exigida como norma de higiene y urbanidad no tenía derecho a mostrarse desprolija. Aunque aquel lugar era tan espantoso como su pesado olor a gomina, la situación era sumamente ventajosa con relación a Gabuzzo, un sitio impresentable – ámbito escogido por mi vieja para idéntico fin - . Allí te cortaban el pelo tan mal que te regalaban un globo para que no te detengas delante del espejo cuando te retirabas del local. El helio que estaba dentro del globo compensatorio ante la ignominia duraba la suficiente cantidad de cuadras para no tener que soportar ningún tipo de reclamo.
Mi viejo era el típico representante de un porteño de los años cuarenta. El Hombre que está sólo y espera de Scalabrini, el hombre de Corrientes y Esmeralda. Pilchas de Gath & Chaves, zapatos de cocodrilo, pañuelo de seda, los billares del Cóndor, la Richmont o el restaurante Loprete, gustos distinguidos para el hombre común que bien nos describe Osvaldo Ardizzone.
Hasta el año 1972 mi vieja solía llevarlo con el Fiat 600 - él no manejaba - todos los domingos que Racing jugaba de local hasta el cruce de Belgrano y Alsina, esquina distante tres cuadras del cilindro de Avellaneda,por entonces no se llamaba Estadio Juan Domingo Perón. Era socio vitalicio de la Academia, en consecuencia tenía la potestad de una platea. Paternóster, Perinetti, Ochoa, Simes, Ohaco, Marcovecchio, Benitez Cáceres, Boyé formaban parte de la familia, al igual que el tricampeonato del 49 al 51 y por supuesto la intercontinental contra el Celtic.. A principios de los setenta aún no tenía problemas para caminar esos trescientos metros de distancia.
Fumador y mujeriego, tipo de impecable traza. A criterio de las damas de enorme atractivo físico y llamativa simpatía. Eximio bailarín de tango. Era frecuente habitué en la tertulias sabatinas de Nino, confitería ubicada en Vicente López que durante la década del cincuenta convocaba a muchos entusiastas del género. Mi vieja recuerda que varias veces lo acompañó debiendo ser testigo del enorme carisma que el hombre tenía para los ojos femeninos; como mi vieja no gustaba de bailar, él lo hacía ante cualquier ofrecimiento. Creo que aún conserva en su intimidad cierta presea obtenida en uno de los tantos concursos de baile a los que el hombre solía asistir.
Reconozco que no me quedaron pendientes con él debido a que nunca tuve demasiadas esperanzas. Más allá de estas pequeñas historias que se van sedimentando en la memoria, la relación con mi viejo, mayoritariamente, siempre anduvo entre hospitales y sanatorios. El Muñiz de Parque Patricios inmortalizado por la poesía de Luis Acosta García y el Italiano de Gascón y Potosí. Algún partido de truco, otro de ajedrez, artes que me enseñó con suma paciencia y tolerancia.
En varias ocasiones lo acompañamos a pescar a Punta Rasa cuando íbamos de vacaciones a San Clemente. Junto con mi hermano Guillermo éramos los encargados de acopiar almejas a los fines de carnada. Entre balde y balde mi viejo se aprovechaba de algunas las cuales rociaba con bastante limón. No saben lo que se pierden nos decía el viejo mientras las saboreaba, el día que se retiren de la costa se van a acordar de mí -. Nuestra mirada de asco era notoria. Lo dicho. Hace cuarenta años un simple agujerito en la arena húmeda nos daba cuenta sobre la presencia del bivalvo, en la actualidad encontrar una almeja en la costa constituye todo un desafío biológico. Ya por entonces estaba convencido, a pesar de nos ser un estudioso en la materia, que la presencia del hombre en ese territorio que él conoció virgen hacia fines de la década del veinte sería irreparable. Viene a mi memoria el día del descomunal Melgacho. La foto en blanco y negro de semejante captura todavía anda dando vueltas por ahí. Una especie de eslabón perdido entre tiburón y raya, pez enorme y alargado, cuya carne rojiza a la parrilla era exquisita.
Si una tormenta de verano nos sorprendía en plena vacación, proponía recolectar una buena cantidad de caracoles de tierra de modo sirvan para hacer una picada. Los bichos, a poco de parar la lluvia, comenzaban a instalarse en los paredones de las construcciones en cantidades industriales. De purgarlos, cocinarlos y macerarlos, proceso que llevaba no menos de tres días, se encargaba mi tía Margarita. Ante nuestra negativa de probarlos la frase recriminatoria reiteraba su mismo tenor inquisidor.
Hasta el momento no lo mencioné. El hombre se llamaba Francisco, le decían Tito. Me llevaba cincuenta y dos años, los mismos que tengo ahora. No dudo que hubiese sido muy enriquecedor e interesante discutir con él de política y de otras cosas, pero sobre todo de política. Nos hubiésemos peleado mucho. Reitero que no me gustan aquellos pensadores que dicen amar a la humanidad odiando a las masas. Las diferencias que existen entre un antiperonista visceral, que como último acto de rebeldía y por bronca a Balbín llegó a votar a un milico como Manrique, con un socialista que observa la realidad de acuerdo a lo concreto y lo tangible existe un abismo insalvable. Acaso nunca me hubiese disculpado mi ferviente adhesión al Kirchnerismo; pero que va, era mi viejo. De todos modos no tengo dudas que de encontrarse con Cristina no hubiese dejado pasar la oportunidad de bailar un tango con ella. Lo imagino presto para cortejarla con su bagaje de talentos, cortes y quebradas al servicio de la belleza, haciendo todo lo posible para simplificarle la faena. En ese sentido es lo que uno intenta fortalecer desde este humilde espacio. Porque de eso se trata bailar el tango, y de algún modo la política: el compañero debe hacer todo lo que esté a su alcance para colaborar con su compañera, aunque sabiendo que luego de mencionar la palabra compañera, aquel hombre que está solo y espera, no tenga la misma voluntad para repensar su verdadero significado.


Autor : Gustavo Marcelo Sala

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