La
cirugía no había sido dificultosa. El ayuno al que fue sometido durante las
setenta y dos horas posteriores a la operación no modificó su estado de ánimo.
Más que dolor, alguna molestia interrumpía de a ratos la lectura de la obra
poética de Paco Urondo.
Ernesto
era un apasionado lector de poesía. Había tomado la precaución de acopiar unos
cuantos volúmenes del género. En su repisa, lindera al lecho hospitalario,
descansaban ejemplares de Oliverio Girondo, Roberto Juarroz, Horacio Ferrer y
Homero Manzi. A modo de pisapapeles, la bala calibre treinta y ocho que le
habían extraído trabajaba a favor de contener una buena cantidad de
señaladores. No era de aquellos que solían comenzar y terminar con un
texto; prefería confiar en su temple emocional y libre albedrío. No esperaba ni
recibía visitas, de modo que descartaba de plano cualquier tipo de incómoda
interrupción.
El
imperceptible sonido de su pequeña radio era suficiente contacto con el mundo
exterior combinando el dial de la FM clásica con las audiciones de tango y
folklore de Radio Nacional. Descansaba su oído al gusto selectivo de Héctor
Larrea y de Antonio Carrizo; por las noches Alejandro Dolina era su doliente
compañía en la oscuridad de su morada.
Los
médicos de guardia, conforme iban rotando, daban el visto bueno a medida que el
proceso evolutivo se desarrollaba. Sin terciar explicaciones visaban la carpeta
y se retiraban, tratando de ahorrar todo tipo de comentario. Las enfermeras, un
poco más atentas, solían intercambiar algunas palabras que el paciente
procuraba no escuchar.
El
alta debía ser autorizada por su médico cirujano. Sólo este investía entidad
para tal encomienda; de todas formas ningún profesional hubiera comprometido su
firma sin la anuencia del galeno en jefe.
Hacía
ocho años que el perdigón estaba recluido a centímetros de su corazón. Aquel
frustrado intento de suicidio lo había sentenciado a vivir con el valor
agregado de un plomo en estado puro. A corta distancia, algunos calibres
pierden efectividad porque no llegan a su velocidad final, esa que determina
certezas universales e inútiles respuestas. En los años posteriores dedicó
sus tiempos libres al estudio de la situación. Maravillado y desilusionado a la
vez, trataba de analizar lo acontecido desde lo sensible y lo científico. No
sospechaba del destino; cuestiones de las cuales descreía, tampoco el evento lo
catapultó hacia visiones metafísicas de fatigosa índole.
La
decisión tomada por Alejandra era causal suficiente para su infortunio, y ese
casquillo encerrado en el cuerpo, muy cerca de sus entrañas, daba siniestro
cobijo al recuerdo.
Durante
un tiempo sintió la necesidad de mantenerlo en su interior. Una parte de ella
reposaba junto a él. Sentía su compañía a través del molesto pinchazo mañanero
que de modo irreversible amanecía sin solución de continuidad. No era la forma
de olvidarla; no había forma de olvidarla.
Al
mediodía de su quinto día de internación, el Médico Cirujano en Jefe Doctor
Luis Alberto Montserrat le firmó el alta correspondiente. Recibió la noticia
del Clínico de guardia Doctor Julián Ahumada. De inmediato, preparó su
equipaje. Acomodó prolijamente sus libros, colocó la pequeña radio dentro del
estuche diseñado para tales efectos y completó su bolso con las prendas y
atavíos personales.
De
la mesa de luz, tomó la munición recientemente extirpada en la intervención
quirúrgica; le sacó brillo con la pequeña franela que utilizaba para el aseo de
sus gafas y la volvió a colocar dentro del revólver calibre treinta y ocho que
permanecía oculto en el bolsillo interno de la maleta. Un nuevo intento lo
estaba aguardando. Con el alta en la mano, rezaba por no fallar.
Autor: Gustavo Marcelo Sala
3er
Premio Concurso Internacional Verano 2016
Organización Literaria La Hora del
Cuento
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