Los peldaños iban pasando de manera intrascendente.
Pensó en Cortázar y sus instrucciones para subir una escalera. A los flancos y
a prudencial altura las barandas pulidas y lustradas eran simples espectadores
de un habitual peregrinaje, repetido y angustiado. El edificio de la calle
Bulnes casi esquina Lavalle mostraba las ruinas de una ciudad desconocida e
imperturbable. Sus tres pisos, desencajados y penitentes, no toleraban
inversiones de interés. El meritorio aseo era el supremo logro de un consorcio
que prefería ignorarse por aquello nebuloso e impreciso de las relaciones
humanas.
Ocho apartamentos distribuidos ilógicamente debido a
la irregularidad del terreno simulaban mazmorras plenas de silencios y
ausencias identificables. La sutil eficacia de lo mínimo indispensable y la
consecuente imposibilidad de queja transformaban al templo en una estación de
huella. Un sencillo parador por el cual no había porque comprometer esperanza
alguna. La prolijidad inconsistente se abrazaba fraternalmente con el silencio
de los osarios, la vida como mueca, como oscura realidad o como lo que
realmente es: una trágica paradoja.
Los últimos cinco años de la vida de Pablo Benjamín
Ulloa estaban marcados por ese ambiente desolador y subterráneo. Sus egresos y
regresos tenían el común denominador de la subsistencia. Partir con destino a
su trabajo y regresar de él era su fórmula básica, su protocolo. Por las noches
quemaba sus insomnios con lecturas recomendadas por los críticos de los
suplementos literarios semanales de mayor tirada. Sin temática definida y cada
quince días aproximadamente solía recorrer, como evento extraordinario, las
librerías de la Avenida Corrientes en busca de saldos edificantes y generosos,
generalmente clásicos antiguos, textos por los cuales ya nadie se interesaba.
Una década había transcurrido desde su último intento
como novelista y si bien se consideraba como tal, no lograba convencerse que
dicho propósito valiese la pena. Sus viejos escritos alternaban telarañas y
polvillo con algún rasgo voraz de los roedores de turno. El único borrador que
no conservaba en su poder era el motivo de su actual infortunio. Todavía jugaba
en la memoria de Pablo Benjamín Ulloa aquel intruso que ganando su confianza y
estima, durante tres años de relación, se había apoderado de su novela de mayor
elaboración artística. Esa que obtendría, de la mano del farsante, el Primer
Premio Nacional de Literatura y por la cual alcanzaría un impensado e
inmerecido prestigio como joven novelista.
Una Razón se titulaba el manuscrito. Trescientas veintisiete
páginas divididas en ocho capítulos era su formato original. Corrijo, aún lo
es. Transcurrido el tiempo todavía figura dentro de las propuestas que los
libreros más avezados suelen recomendar con suma habilidad e indiscreción en
las prestigiosas librerías de Barrio Norte y Recoleta. Circuito digno de ser
recorrido, no sólo por la belleza de los ámbitos, sino porque además conservan
la vieja impronta del café literario. La reciente novena edición publicada
habla por sí de su vigencia en lo catálogos de ficción.
Una historia simple, examinada con notable eficacia,
amablemente narrada y técnicamente irreprochable desde la lingüística y la
gramática. Si bien la cantidad de ediciones no siempre señala, de modo
taxativo, el valor y la calidad de las obras, en este caso el matrimonio se
complementa a la perfección. La excepción a la regla, o la regla por incumplida
como excepción. Debate que por el momento dejaré de lado por inoportuno,
altisonante y fuera de lugar.
En su desarrollo un joven y talentoso escritor es
timado por una persona de su confianza la que se apropia de uno de sus
manuscritos. El paso del tiempo determinaría que ese boceto se trasforme en una
notable obra para la crítica literaria nacional y que además cuente con la
aprobación de las más altas elites de la ilustración de habla hispánica. A
partir de allí, la pesquisa y la investigación a favor de hallar el paradero
del plagiador, dar con él y proceder en consecuencia.
Hasta allí la ficción. En el marco de la realidad el
conocimiento de ambos protagonistas sobre el final de la obra provocaba que
Pablo Benjamín Ulloa desestime cualquier tipo de sondeo. Prefería desafiar
intelectualmente a su antagonista asumiendo una supuesta actitud inocente y
pasiva. Ambos sabían del inevitable encuentro. Más temprano que tarde el fraude
debería dar paso a la inteligencia. Uno con el objeto de redención y justicia,
el otro para eliminar al único testigo de la infamia.
En uno de sus tantos regresos rutinarios, Pablo
Benjamín Ulloa, advirtió que debajo del tapete que descansaba delante de la
puerta de su apartamento se asomaba una carta sin remitente ni sello postal. La
tomó sin curiosidades extremas para ingresar luego a su morada cenobita. Como
de costumbre colgó su gabán en el perchero, aflojó su corbata destrabando el
botón superior de la camisa y se quitó los zapatos que durante todo el día
soportaron estoicamente su desgracia y pesadez. De fondo, la música de Piazzolla
y los poemas de Ferrer, acompañaban su derrumbe cotidiano en la vieja consola
comprada, a mediados de los noventa, mediante una interminable financiación
plagada de cláusulas punitorias y minúsculas prevenciones. Un té con
edulcorante, diabetes mediante, y el sillón individual completaban su diaria
claudicación.
Estimado Pablo
Espero que en este largo tiempo de
ausencias no se haya profundizado tu debilitada salud. Me afilio a pensar que
más allá de la glucosa tu ser depresivo te ha dominado y construido de manera
dictatorial impidiendo que ese enorme talento interior sea expuesto con todo su
esplendor.
“Nuestra” novela, y valen la comillas como
metáfora, está desandando sus últimos interrogantes.
Estos finales abiertos son una trampa
letal que impide cualquier intento fílmico. Las ofertas recibidas siempre
chocaron con la misma problemática, de modo que hasta el momento no pude
afianzar el manuscrito de acuerdo a las normas y formato de texto cinematográfico.
Además, y a fuerza de ser sincero, para dicho objetivo, necesitaría dos
características que no poseo: creatividad y talento.
Te cuento que hace diez años que recorro
las librerías esperando hayas encontrado algún salvoconducto literario. Me resisto
a creer que Pablo Benjamín Ulloa sea uno de los tantos novelistas de una sola
obra. Hallar tu nombre o algún seudónimo que te identifique en las estanterías,
algo que mitigue cierta aureola culposa que todavía conservo. Nada de eso pude
detectar. Bueno... en el texto estaba claro que así debía suceder.
En lo personal te diré que mi vida fue
plasmada por tu creación; no es necesario demasiados detalles. Homenajes, foros
de discusión, congresos, agasajos, mujeres hermosas e inteligentes a las que
jamás hubiese accedido al igual que torpes funcionarios de cultura sirviendo de
lógico equilibrio. En fin... tu plan.
Culpas compartidas y riesgos asumidos.
Poco a poco estoy ingresando en tu embudo, en tu cinismo. No puedo ni debo huir
del convite intelectual. Deseo gozar del único final posible. Sea cual fuere,
te pertenece; nadie como nosotros sabe que así debe ser. El tiempo es
indivisible, se nos vino encima y nada podemos hacer al respecto.
... con afecto Gustavo Raúl Llorente
El final de la misiva coincidió con los últimos
acordes de La Bicicleta Blanca. Amelita Baltar modulaba desconsolada los versos
de Ferrer; “y le dieron como en bolsa” entonaba con firmeza descarnada. Y si de congoja se
trata para eso estaba Pablo Benjamín Ulloa. Exactamente es el lugar y el
momento indicado, la soberbia de lo previsible. En ese instante entendió, para
su desgracia, que debía ponerse a trabajar en ese supuesto e irreversible
último párrafo, a pesar de no estar convencido de ello...
Parque Lezama –
24 de Diciembre de 1999 – 6.30 AM
-
Aquí estoy –
sentenció Gustavo – elegante, presuntuoso y con mi treinta y ocho cargada,
esperando sobrevivir para agregarle a la obra el final que merece.
- No te equivoques – reprendió Ulloa – La novela
no necesita de un final taxativo. Se evidencia que nunca dejarás de ser un
mediocre copista.
- ¿Cómo hago para contradecir tamaña verdad? Admito mis
fronteras, mi torpeza intelectual. De todas formas deberías asumir que esas
marcadas falencias las pude suplir con mis habilidades adicionales para hacerme
de prestigio y reconocimiento en ámbitos tan desconocidos como hostiles.
- Eso es indudable mi querido Gustavo. Debe ser por eso
que este supuesto final te tiene como protagonista.
- ¿Y después? – inquirió Llorente –
- No hay después. Nunca lo hay. Y menos aún para quien
conserve la vida. Este es un duelo sin retorno Gustavo. Digamos un suicidio
compartido. Dentro de un rato ambos moriremos, y eso transforma a nuestras
vidas encantadoramente. El sobreviviente quedará sin la Razón fundamental de su
existencia, y el moribundo se habrá inmolado a favor de esa misma Razón. Cuando
examinaste la obra no te percataste que ella te había escogido. Había optado
por tus debilidades. Encima te embaucó obligándote a portar una culpa de la
cual no tenías responsabilidad.
- Me enmascaró con artificios... me condenó entonces
- Una pequeña corrección. Ambos lo estamos desde hace
diez años.
- Nada puede mejorar este momento Pablo Benjamín Ulloa.
Me enaltece haberte conocido.
Mientras la ciudad comenzaba a descubrir sus
rutinarias vulgaridades navideñas los percutores sonaron al unísono. Al mismo
tiempo, un estudiante que se dirigía camino a la Facultad de Ingeniería en
busca de la calificación de su último final se encontró como testigo ocasional
de la disputa. El muchacho, pasada la conmoción, luego declararía ante las
autoridades policiales lo visto, afirmando que el antagonista del extinto, una
vez corroborado el resultado de la puja, se confundió velozmente por entre la
espesura de la fronda en dirección sudeste.
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