Relato de una Profesora de Matemáticas, Física y Química que dicta clases en un pequeño pueblo de la llanura bonaerense y debido a cuestiones que no vienen al caso mencionar es muy feliz con lo que hace...
El cuadrado del primero, más el doble
producto del primero por el segundo, más el cuadrado del segundo, es el
postulado que resuelve de modo preciso mis últimos veinticinco años de
vida. Sin desearlo, una va
perdiendo identidad a costa de la disciplina a cargo, nos ocurre a todas;
pasamos a ser la de Geografía, la de Literatura o la de lo que sea. Me pregunto
en ocasiones si tales premisas científicas interesan a los estudiantes por
fuera del significado que tiene aprobar la asignatura.
En lo personal, las Matemáticas y sus compañeras más
cercanas, la Física, la Química y la Informática entrelazaron mi vida
imponiendo condiciones de manera inexorable. Recuerdo que el mismo día en
el cual me enteré que Adolfo Castelo se había muerto (noticia que me instaló en
un notable ámbito de tristeza) una colega me advirtió que la mayoría de los
alumnos del curso, en plena instancia de exámenes, tenían la capacidad
adicional de transmitirse los resultados de los ejercicios por mensaje de texto
vía teléfono celular. Poca atención le presté en ese momento a la novedad tecnológica,
la noticia sobre la desaparición de Adolfo me había colocado fuera de mi
habitual circuito lógico. Debo admitir que ese tipo de artificios no
formaba parte del programa curricular para recibirse de Profesor de Ciencias
Exactas en la Universidad de Buenos Aires. Era demasiado oneroso, desde la
temporalidad, volver a empezar. Además no estaba diseñada intelectualmente para
la sospecha, la malicia y la suspicacia dentro de un ámbito formativo y menos
aún compitiendo en lucha despareja enfrentando tecnologías hasta ese momento
desconocidas. Esa misma noche Einstein me recriminaba entre sueños
que la educación y el conocimiento son tópicos que se asientan cuando uno se
desliga de lo aprendido en la escuela. No estaba de acuerdo con tal
afirmación del maestro; pero me lo decía uno de mis arquetipos, el padre de la
Física moderna, el mismo que revolucionó mi disciplina de cabecera. Cómo hacía
desde mi efímero lugar para ignorar tamaña recomendación. Sospecho, muy a mi
pesar, que el genio hubiese utilizado todo su arsenal de conocimientos
tecnológicos a la par de sus compañeros, y yo, su eventual docente, sería la
cándida e ignorante víctima de tamaña habilidad. Siempre me resistí a
comprar un celular. La excusa: Simples y rústicas prevenciones personales que,
en estos tiempos, circulan por fuera de lo entendible si tomamos como parámetro
el frívolo sentido común. Si bien, y por formación científica, no soy una
insensata litigante de las novedades tecnológicas, me afilio al concepto que
todo insumo cotidiano debe portar, cuando menos, un pequeño índice de necesidad
que lo hace útil para quién lo adquiere. Aunque esta definición constituye toda
una obviedad, considero que reafirmarla no es una cuestión menor. El mundo que
me rodea es lo suficientemente pequeño para no ser invadido por la publicidad y
esa suerte de obligatoria necedad que el mercado impone a modo de sentencia
colectiva. Evidentemente era portadora sana de un pretérito y marcado error
posmoderno; para el caso vale el oxímoron.
El consumo y el conocimiento de determinadas
novedades no sólo sirven para su mera utilización, sino también para no ser
estafados por ellas, pensé. Como consecuencia de ello opté por aceptar el reto
adquiriendo un celular de forma tal explorar los hábitos más comunes que los
alumnos practicaban a favor del fraude y el embuste. La importante inversión no
sirvió para satisfacer una suerte de venganza individual. Pocos días después y
por resolución ministerial se prohibió terminantemente el uso de telefonía
inalámbrica dentro de los establecimientos escolares. En la actualidad el
miserable aparatejo contempla mis moches desde la mesa de luz contigua a la
cama, desarrollando funciones de mordaz despertador. Mi mundo sigue siendo tan
pequeño como entonces y tal cual afirma Serrat: “uno llega siempre tarde donde
nunca pasa nada”.
Ser “la de Matemáticas”, en un pequeño pueblo del
interior contiene más perjuicios que beneficios. Una, por lo común, está unida
a lo intangible sin protesto ni posibilidad de queja. La instancia laboral se
cruza con la decisión política de abrir o no el curso, siendo la resultante que
los módulos de la asignatura en cuestión pueden esfumarse de modo
imperceptible. La variable matrícula y el cálculo costo / beneficio determinan
la estabilidad laboral del docente y las consecuentes distancias que deberá
recorrer el alumnado. Si la cantidad de concurrentes no justifica el cálculo
presupuestario los ciclos se concentran en los centros urbanos más cercanos,
siendo por lo general la movilidad particular, el factor limitante para poder
cumplir con las horas asignadas. De no contar con dicha posibilidad individual
se debe renunciar irrevocablemente a esas horas de modo obligatorio. Alguna vez
y por motivos de traslados cierto dirigente gremial, poseedor de varias
licencias yuxtapuestas por su condición representativa me manifestó muy suelto
de cuerpo “si no puede viajar es
problema suyo”.
Al solidario y combativo representante de los
trabajadores poco le importó que no hubiera medio público de transporte, menos
aún que la contratación de un auto de alquiler comprometía el doble de los
ingresos salariales. Como antes mencioné, al no existir interlocutor válido
para esgrimir un intento de reclamo rubriqué la cesación tal cual la burocracia
formal exigía con urgencia.
Mientras esto sucede y para bien de la humanidad
tres o más paralelas seguirán siendo cortadas por dos
transversales. Durante un tiempo y hasta que me intimaron a abandonar la
metodología, desarrollaba la explicación del Teorema de Thales y del Principio
de Arquímedes utilizando el talento de Les Luthiers. Siempre me pareció que el
humor es un muy buen mecanismo educativo y formativo. Alejandro Dolina y su
programa nocturno radial es una clara muestra de tal afirmación. Con mi vieja
grabadora en mano y las cintas correspondientes hacía escuchar a los alumnos
las piezas artísticas que el notable grupo exponía con ingeniosa idoneidad. Era
como memorizar una página musical. Inevitablemente por repetición y por
asociación las letras terminaban por ser asimiladas y aprehendidas en un breve
lapso de tiempo sin tener la necesidad de encapsularse en un ámbito tedioso.
Luego, con los textos ya incorporados musicalmente, comenzábamos a desandar las
teorías. Resultaba mágico y sorprendente. Por medio de un “atajo” cultural la
inteligencia rescataba la concentración a favor del conocimiento. Curiosamente
esta metodología la impulsé en el Ex Nacional Número 2 de Bahía Blanca. Los
asistentes eran, por entonces, alumnos provenientes del correccional de menores
Vergara. Lo frustrante fue cuando, meses después, traté de incorporar
dicha mecánica en un Instituto Privado de otra ciudad, bastante más pequeña,
que no vale la pena mencionar; fui denunciada de inmediato por prácticas ajenas
a las curriculares por lo cual tuve que abandonar el intento ante la insistente
advertencia de las autoridades de la entidad. De todas formas no hay razón para
preocuparse, Las Leyes Fundamentales de la Química y el Teorema de Pitágoras no
cuentan, por ahora, con músicos, poetas y favorecedores.
A propósito de este último. Se me ocurre que nadie
duda, en la actualidad, de la afirmación pitagórica que sostiene que el
cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma del cuadrado de los catetos.
Debemos admitir que el brillante griego fue un adelantado en su época; porque
si de cuadrados se trata, el sistema educativo que nuestra sociedad supo
edificar durante la última década del siglo pasado presenta ejemplos que
confirman a diario el teorema. Observando los resultados preuniversitarios nos
damos cuenta, lamentablemente, que el conocimiento no forma parte de un
maravilloso acto de curiosidad que toda persona debería sostener a favor de su
propia libertad. Hemos concebido como normal a la educación de manera
utilitaria y no como ejercicio formativo e inteligente. Las artes y la
instrucción se confunden dentro del demagogo sofisma que sostiene que todo lo
realizado por el hombre es cultura, siendo muy pocos los que se atreven a
rebatir semejante blasfemia por temor a ser considerados sectarios.
Volviendo a Pitágoras se me ocurre que en la
educación formal las cosas circularon por los mismos carriles. El cuadrado de
los planificadores educativos fue igual a la sumatoria de los cuadrados de
nosotros los docentes, más el cuadrado de los alumnos de entonces.
La Matemática es la madre de todas las ciencias;
para que una pericia alcance entidad científica es necesaria que pueda ser
ejemplificada sistemáticamente por medio de un postulado, teorema o fórmula que
la contenga de modo universal. Desde aquellos tiempos un docente recibido a
través de cursos por correspondencia, homologados y avalados por los gremios,
obtiene un puntaje equivalente para competir con el mismo grado de certidumbre
con un docente recibido mediante una carrera oficial y universitaria.
Se me ocurre discernir que la cultura y el
conocimiento motivan a la inteligencia; todo aquello que no la ponga a prueba,
que no la desafíe, poco tiene que ver con la excelencia. Por eso procuro
motivar a mis alumnos a favor de la curiosidad. La Matemática, la Física y la
Química proponen agilizar el pensamiento. Recuerdo que en cierta
oportunidad un alumno, en plena clase, despreciaba la utilidad del teorema
argumentando un sesgado mercantilismo banal. El “Para qué sirve” era la despiadada sentencia que debía soportar el
milenario postulado. Un compañero, ciertamente disgustado, interrumpió tamaña
censura; se dirigió al pizarrón y expuso con lujos de detalles como se
empleaban, en su trabajo, las variables que la tesis pitagórica presentaba.
Resultó que el muchacho desempeñaba tareas en una de las olivareras de la zona
y explicó en forma sistemática que el sembradío de plantines debía seguir un
ordenamiento armonioso resultante de la aplicación de dicho concepto
geométrico. De este modo razones científicas y naturales comprobadas
determinaban que catetos e hipotenusas se entremezclaran afectuosamente con las
aceitunas y el aceite de oliva. No pude mejorar la exposición del joven
disertante. Fue la mejor clase no dictada de mi vida.
El reto más complejo que tiene mi profesión es
procurar mantener salvoconductos dentro de un medio que durante mucho tiempo
fue bastardeado por propios y extraños, corrompido desde adentro a través de la
especulación miserable que ve en la docencia un entretenimiento con formato de
ingreso extra y mancillado desde afuera a través del aprovechamiento político
que se hace ante la ausencia de la necesaria valoración cultural y formativa
que la crucial actividad posee.
Mi marido, un enroscado de aquellos, cuando
conversamos sobre el tema, insiste que uno debe hacer lo mejor que puede desde
el lugar que le toca, resistiendo y manteniendo indemne la trinchera que le
tocó defender. Sostiene que las grandes revoluciones culturales, sociales y
políticas de la humanidad se desarrollaron de menor a mayor y casi siempre a
pesar de las mayorías conservadoras y burocráticas. La creatividad no
como distinción ufana sino como herramienta de curiosidad y de progreso. Disculpen... Pero hasta aquí llegué... Debo seguir trabajando, los chicos
me requieren, la Muestra Anual de Ciencias acaba de abrir sus puertas... Los
alumnos están por presentar una detallada explicación teórico / práctica de
cómo se elabora el pan y sus derivados, y los fenómenos químicos que
intervienen en el proceso. Al final de la exposición los concurrentes al evento
están invitados a degustar los bocadillos resultantes..... Buenos días...
Genial el relato, al fin se puede disfrutar de la escritura de alguien que enseña ciencia, cómo se siente y qué le ocurre. Felicitaciones!
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