Para desprender la
ceniza de su cigarro el banquero le dio a este un leve golpecito con el meñique
cargado de oro y de rubíes.
– Supongo -dijo-
que aquí no nos veremos en el caso de fusilar a los trabajadores en las calles.
El general dejó el
cóctel sobre la mesa, y rompió a reír:
– Tenemos todo lo
que nos hace falta para eso: fusiles.
El profesor, que
también era diputado, meneó la cabeza.
– Fusilaremos
tarde o temprano -dictaminó-. Por muy poco industrial que sea nuestro país,
siempre nos quedan los correos, el puerto, los ferrocarriles. La huelga de las
comunicaciones es la más grave. Constituye la verdadera parálisis, el síncope
colectivo, mientras que las otras se reducen a simples fenómenos de
desnutrición.
El general levantó
su índice congestionado:
– Sería vergonzoso
limitar el desarrollo de la industria por miedo a la clase obrera.
– La tempestad es
inevitable -agregó el profesor-. Las ideas se difunden irresistiblemente. ¡Y
qué ideas! Cuanto más absurdas más contagiosas. Han convencido al proletariado
de que le pertenece lo que produce. El árbol empeñado en comerse su propio
fruto… Observen ustedes que los animales suministradores de carne son por lo
común herbívoros. El Nuevo Evangelio trastorna la sociedad, fundada en que unos
produzcan sin consumir, y otros consuman sin producir. Son funciones distintas,
especializadas. Pero váyales usted con ciencia seria a semejantes energúmenos.
Los locos de gabinete tienen la culpa, los teorizadores y poetas bárbaros a lo
Bakunin, a lo Gorki, que pretenden cambiar el mundo sin saber siquiera latín.
Se figuran que el proletario tiene cerebro. No tiene sino manos; las ideas se
le bajan a las manos, manos duras, que aprietan firmes, y que, apartadas de la
faena subirán al cuello de la civilización para estrangularla.
– ¡Qué tontería,
los pobres obstinados en ser ricos! -suspiró el banquero-. ¡Como si los ricos
fuéramos felices! Estamos agobiados de preocupaciones, de responsabilidades. La
fortuna es un obstáculo a nuestras virtudes. Nos es muy difícil entrar en el
paraíso, cuando tan fácil les sería a ellos si se resignaran. Y no se resignan,
no creen ya en Dios. Sin Dios, todo se desquicia. ¿Por qué no se conforman los
pobres con su suerte, como nosotros los ricos nos conformamos con la nuestra?
– Ya no les basta
el sufragio universal -dijo el profesor-. No les satisface esa ilusión que tan
útil nos era. Ahora quieren arreglar por sí mismos sus asuntos. Nada más
peligroso.
– Las leyes son
deficientes -exclamó el general-. La ley debe asegurar el orden, y no hay orden
posible sin trabajo. La asociación de agitadores, la huelga, son delitos. El
trabajo no puede cesar. En el instante en que el trabajo cesa, el orden se
destruye. El trabajo es santo, es una plegaria, como leí ayer. ¿Acaso el
espectáculo de Buenos Aires sin pan, peor que si la sitiara un ejército, es un
espectáculo de orden? Yo, militar, hubiera hecho fuego sobre los huelguistas.
Los hubiera considerado extranjeros, enemigos de la patria. ¡Sacrílegos! A mí,
sin la patria no me sería posible vivir.
– Lo terrible no
es que se nieguen a respetar y defender el orden establecido -dijo el
profesor-, sino que, con el pretexto de que no tienen patria, viajen por otras
patrias, llevando consigo la rebelión y la dinamita. Buenos Aires está plagado
de anarquistas rusos. Y sigamos elevando salarios, y disminuyendo horas de
labor, para que el obrero ¡maldita cultura superflua!, compre libros o aprenda
a fabricar bombas.
– En lo que
hicimos bien -notó el banquero-, fue en no autorizar aquí mítines contra la
nación amiga, o contra las autoridades amigas. Es equivalente.
– Sí -apoyó el
general-. Cualquier autoridad será amiga nuestra. Seamos lógicos. Lo confieso,
yo estaré del lado de los cañones. No es sólo mi oficio, sino mi doctrina. Y si
los rebeldes se resisten a construir cañones, obliguémosles a cañonazos.
¿Verdad?
Un criado anunció
que el almuerzo se había servido. Los tres personajes pasaron al comedor, donde
les esperaban las ostras y el vino del Rhin.
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