Cuando el arte explica. Ni olvido ni perdón. Memoria, verdad y justicia... KM 11 de MEMPO GIARDINELLI
para
Miguel Angel Molfino
Para
mí que es Segovia —dice Aquiles, pestañeando, nervioso, mientras codea al Negro
López—. El de anteojos oscuros, por mi madre que es el cabo Segovia. El Negro
observa rigurosamente al tipo que toca el bandoneón, frunciendo el ceño, y es
como si en sus ojos se proyectara un montón de películas viejas, imposibles de
olvidar. La escena, durante un baile en una casa de Barrio España. Un grupo de
amigos se ha reunido a festejar el cumpleaños de Aquiles. Son todos ex presos
que estuvieron en la U-7 durante la dictadura. Han pasado ya algunos años, y
tienen la costumbre de reunirse con sus familias para festejar todos los
cumpleaños. Esta vez decidieron hacerlo en grande, con asado al asador, un
lechón de entrada y todo el vino y la cerveza disponibles en el barrio. El
Moncho echó buena la semana pasada en el Bingo y entonces el festejo es con
orquesta. Bajo el emparrado, un cuarteto desgrana
chamamés
y polkas, tangos y pasodobles.
En
el momento en que Aquiles se fija en el bandoneonísta de anteojos negros, están
tocando “Kilómetro 11”. —Sí, es —dice el Negro López, y le hace una seña a
Jacinto. Jacinto asiente como diciendo yo también lo reconocí.
Sin
hablarse, a puras miradas, uno a uno van reconociendo al cabo Segovia.
Morocho
y labiudo, de ojitos sapipí, siempre tocaba “Kilómetro 11” mientras a ellos los
torturaban. Los milicos lo hacían tocar y cantar para que no se oyeran los
gritos de los prisioneros. Algunos comentan el descubrimiento con sus
compañeras, y todos van rodeando al bandoneonísta. Cuando termina la canción,
ya nadie baila. Y antes de que el cuarteto arranque con otro tema, Luís le
pide, al de anteojos oscuros, que toque otra vez “Kilómetro 11”.
La
fiesta se ha acabado y la tarde tambalea, como si el crepúsculo se hiciera más
lento o no se decidiera a ser noche. Hay en el aire una densidad rítmica, como
si los corazones de todos los presentes marcharan al unísono y sólo se pudiera
escuchar un único y enorme corazón. Cuando termina la repetición del chamamé,
nadie aplaude. Todos los asistentes a la fiesta, algunos vaso en mano, otros
con las manos en los bolsillos, o abrazados con sus damas, rodean al cuarteto y
el emparrado semeja una especie de circo romano en el que se hubieran invertido
los roles de fiera y víctimas. Con el último acorde, El Moncho dice: —De nuevo
—y no se dirige a los cuatro músicos, sino al bandoneonísta—. Tocálo de nuevo.
—Pero si ya lo tocamos dos veces —responde éste con una sonrisa falsa,
repentinamente nerviosa, como de quien acaba de darse cuenta de que se metió en
el lugar equivocado. —Sí, pero lo vas a tocar de nuevo. Y parece que el tipo va
a decir algo, pero es evidente que el tono firme y conminatorio del Moncho lo ha
hecho caer en la cuenta de quié-nes son los que lo rodean. —Una vez por cada
uno de nosotros, Segovia —tercia El Flaco Martínez. El bandoneón, después de
una respiración entrecortada y afónica que parece metáfora de la de su
ejecutante, empieza tímidamente con el mismo chamamé. A los pocos compases lo
acompaña la guitarra, y enseguida se agregan el contrabajo y la verdulera. Pero
Aquiles alza una mano y les ordena silenciarse. —Que toque él solo —dice. Y
después de un silencio que parece largo como una pena amorosa, el bandoneón
hace un da cappo y las notas empiezan a parir un “Kilómetro 11” agudo y
chillón, pero legítimo. Todos miran al tipo, incluso sus compañeros músicos. Y
el tipo transpira: le caen de las sienes dos gotones que flirtean por los pómulos
como lentos y minúsculos ríos en busca de un cauce. Los dedos teclean,
mecánicos, sin entusiasmo, se diría que sin saber lo que tocan. Y el bandoneón
se abre y se cierra sobre la rodilla derecha del tipo, boqueando como si el
fueye fuera un pulmón averiado del que cuelga una cintita argentina. Cuando
termina, el hombre separa las manos de los teclados. Flexiona los dedos
amasando el aire, y no se decide a hacer algo. No sabe qué hacer. Ni qué decir.
—Sacáte los anteojos —le ordena Miguel—. Sacátelos y seguí tocando. El tipo,
lentamente, con la derecha, se quita los anteojos negros y los tira al suelo,
al costado de su silla. Tiene los ojos clavados en la parte superior del fueye.
No mira a la concurrencia, no puede mirarlos. Mira para abajo o eludiendo focos,
como cuando hay mucho sol. —“Kilómetro 11”, de nuevo —ordena la mujer del
Cholo. El tipo sigue mirando para abajo. —Dale, tocá. Tocá, hijo de puta —dicen
Luis, y Miguel, y algunas mujeres. Aquiles hace una seña como diciendo no,
insultos no, no hacen falta. Y el tipo toca: “Kilómetro 11”.
Un
minuto después, cuando suenan los arpegios del estribillo, se oye el llanto de
la mujer de Tito, que está abrazada a Tito, y los dos al chico que tuvieron
cuando él estaba adentro. Los tres, lloran. Tito moquea. Aquiles va y lo
abraza. Luego es el turno del Moncho. A cada uno, “Kilómetro 11” le convoca
recuerdos diferentes. Porque las emociones siempre estallan a destiempo. Y
cuando el tipo va por el octavo o noveno “Kilómetro 11”, es Miguel el que
llora. Y el Colorado Aguirre le explica a su mujer, en voz baja, que fue Miguel
el que inventó aquello de ir a comprarle un caramelo todos los días a Leiva
Longhi. Cada uno iba y le compraba un caramelo mirándolo a los ojos. Y eso era
todo. Y le pagaban, claro. El tipo no quería cobrarles. Decía: no, lleve nomás,
pero ellos le pagaban el caramelo. Siempre un único caramelo. Ninguna otra
cosa, ni puchos. Un caramelo. De cualquier gusto, pero uno solo y mirándolo a
los ojos a Leiva Longhi. Fue un desfile de ex presos que todas las tardes se
paró frente al kiosco, durante tres años y pico, del 83 al 87, sin faltar ni un
solo día, ninguno de ellos, y sólo para decir: “Un caramelo, déme un caramelo”.
Y así todas las tardes hasta que Leiva Longhi murió, de cáncer. De pronto, el tipo
parece que empieza a acalambrarse. En esas últimas versiones pifió varias
notas. Está tocando con los ojos cerrados, pero se equivoca por el cansancio.
Nadie
se ha movido de su lado. El círculo que lo rodea es casi perfecto, de una
equidistancia tácitamente bien ponderada. De allí no podría escapar. Y sus
compañeros están petrificados. Cada uno se ha quedado rígido, como los chicos
cuando juegan a la tatuíta. El aire cargado de rencor que impera en la tarde
los ha esculpido en granito. —Nosotros no nos vengamos —dice el Sordo
Pérez,
mientras Segovia va por el décimo “Kilómetro 11”. Y empieza a contar en voz
alta, sobreimpresa a la música, del día en que fue al consultorio de Camilo
Evans, el urólogo, tres meses después que salió de la cárcel, en el verano del
84. Camilo era uno de los médicos de la cárcel durante el Proceso. Y una vez
que de tanto que lo torturaron el Sordo empezó a mear sangre, Camilo le dijo,
riéndose, que no era nada, y le dijo “eso te pasa por hacerte tanto la paja”.
Por eso cuando salió en libertad, el Sordo lo primero que hizo fue ir a verlo,
al consultorio, pero con otro nombre. Camilo, al principio, no lo reconoció. Y
cuando el Sordo le dijo quién era se puso pálido y se echó atrás en la silla y
empezó a decirle que él sólo había cumplido órdenes, que lo perdonase y no le
hiciera nada. El Sordo le dijo no, si yo no vengo a hacerte nada, no tengas
miedo; sólo quiero que me mires a los ojos mientras te digo que sos una mierda
y un cobarde. —Lo mismo con este hijo de puta que no nos mira —dice Aquiles—.
¿Cuántos van? —Con éste son catorce —responde el Negro—. ¿No? —Sí, los tengo
contados —dice Pitín—. Y somos catorce. —Entonces cortála, Segovia —dice
Aquiles. Y el bandoneón enmudece. En el aire queda flotando, por unos segundos,
la respiración agónica del fueye.
El
tipo deja caer las manos al costado de su cuerpo. Parecen más largas; llegan
casi hasta el suelo. —Ahora alzá la vista, mirános y andáte —le ordena Miguel.
Pero el tipo no levanta la cabeza. Suspira profundo, casi jadeante, asmático
como el bandoneón. Se produce un silencio largo, pesadísimo, apenitas quebrado
por el quejido del bebé de los Margoza, que parece que perdió el chupete pero
se lo reponen enseguida. El tipo cierra el instrumento y aprieta los botones
que fijan el acordeón. Después lo agarra con las dos manos, como si fuera una
ofrenda, y lentamente se pone de pie. En ningún momento deja de mirarse la
punta de los zapatos. Pero una vez que está parado todos ven que además de
transpirar, lagrimea. Hace un puchero, igual que un chico, y es como si de
repente la verticalidad le cambiara la dirección de las aguas: porque primero
solloza, y después llora, pero mudo. Y en eso Aquiles, codeando de nuevo al
Negro López, dice: —Parece mentira pero es humano, nomás, este hijo de puta.
Mírenlo cómo llora. —Que se vaya —dice una de las chicas. Y el tipo, el Cabo
Segovia, se va.
N de la R: Uno de los cuentos más excepcionales que he leído sobre
nuestra historia reciente. No encontré mejor modo para contrarrestar los fallos
que favorecieron a Vicente Massot y al grupo de empresarios que se apropió de Papel Prensa bajo amenaza, extorsión, tortura y muerte...
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