Desde
hace unos setenta años Europa vive bajo un régimen de proceso. Entre los
grandes artistas de este siglo, cuántos acusados... No hablaré de aquellos que
representaban algo para mí. Hubo, a partir de los años veinte, los acorralados
por el tribunal de la moral revolucionaria: Bunin, Andreiev, Meyerhold,
Pilniak, Veprik (músico judío ruso, mártir olvidado del arte moderno; se
atrevió a defender, contra Stalin, la ópera condenada de Shostakóvich; lo
metieron en un campo de trabajo; recuerdo sus composiciones para piano, que a
mi padre le gustaba tocar), Mandelstam, Halas (poeta adorado por el Ludvik de La broma; acorralado post mortem por su tristeza juzgada
contrarrevolucionaria). Luego, vinieron los acorralados del tribunal nazi:
Broch (su foto está encima de mi mesa de trabajo, desde donde me mira con la
pipa en la boca), Schönberg, Werfel, Brecht, Thomas y Heinrich mann, Musil,
Vancura (el prosista checo que más me gusta), Bruno Schulz. Los imperios
totalitarios desaparecieron con sus sangrientos procesos, pero el espíritu de proceso quedó como
herencia, y él es el que rinde cuentas. Así, están bajo proceso los acusados de
simpatías pro-nazis: Hamsun, Heidegger (todo el pensamiento de la disidencia le
debe algo, Patocka a la cabeza), Richard Strauss, Gottfried Benn, Von Doderer,
Drieu de la Rochelle, Céline (en 1992, medio siglo después de la guerra, un
prefecto indignado se niega a clasificar su casa como monumento histórico); los
partidarios de Mussolini: Malaparte, Marinetti, Ezra Pound (durante meses el
ejército norteamericano lo mantuvo en una jaula, bajo el sol abrasador de
Italia, como un animal; en su taller en Reykjavik, Kristján Davidsson me enseña
una gran foto de él: “Desde hace cincuenta años, me acompaña allá donde voy”);
los pacifistas de Munich: Giono, Alain, Morand, Motherlant, Saint-John Perse
(miembro de la delegación francesa en Munich, participaba desde muy cerca en la
humillación de mi país natal); luego, los comunistas y sus simpatizantes:
Maiakovski (hoy, ¿quién recuerda su poesía de amor, sus increíbles metáforas?),
Gorki, G.B. Shaw, Brecht (a quien se somete a un segundo proceso), Éluard (ese
ángel exterminador que adornaba su firma con la imagen de dos espadas),
Picasso, Léger, Aragon (¿cómo podría olvidar que me echó una mano en un momento
difícil de mi vida?), Nezval (su autorretrato al óleo cuelga al lado de mi biblioteca),
Sartre. Algunos son víctimas de un doble proceso, acusados primero de
traicionar a la revolución, acusados a continuación por los servicios que antes
le habían prestado: Gide (símbolo de todo el mal para los antiguos comunistas),
Shostakóvich (para recatar su música difícil, fabricaba inepcias para las
necesidades del régimen; pretendía que para la historia del arte un no-valor es
algo nulo y no requerido; no sabía que para el tribunal es precisamente el
no-valor lo que cuenta), Breton, Malraux (acusado ayer de haber traicionado a
los ideales revolucionarios, acusable mañana de haberlos tenido), Tibor Dery
(algunas prosas de este escritor preso después de la masacre de Budapest fueron
para mí la primera gran respuesta literaria,
no propagandista, al estalinismo). La flor más exquisita del siglo, el arte
moderno de los años veinte y treinta, fue incluso triplemente acusado: por el
tribunal nazi primero, como Entartete
Kunst, “arte degenerado”; por el tribunal comunista después, como
“formalismo elitista ajeno al pueblo”; y, por fin, por el tribunal del
capitalismo triunfante, como arte empapado de las ilusiones revolucionarias.
MILAN
KUNDERA, Los testamentos traicionados,
Tusquets, Barcelona, 2003, traducción de Beatriz de Moura
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